Notas sobre la fascinante Albufera de Valencia

Los cocodrilos surcaban estas aguas hace miles de años. Luego los patos, las ratas, las culebras de collar y las bastardas, percas, cangrejos y anguilas, chorlitejos, garcetas y fochas. Luego los hombres empujaron sus barcas de fondo plano. Y anduvieron de aquí para allá, llevaron mercancías, plantaron, cuidaron, recogieron y trillaron el arroz mientras el sol brotaba y se escondía sobre este espejo brillante y dulce. Fue transparente donde ahora aparece oscuro. En algunos rincones huele a podrido. Valencia antes de Valencia, un espacio tópico para parejas, familias y atardeceres rojos. Esa ignorancia aterradora. Vertidos. Abonos. Seres humanos. El progreso. Pudo ser peor, como enseñan las torres de apartamentos que quedaron, como estacas, fijas en un horizonte salvado por un lejano consejo de ministros sensible a la barbarie que se avecinaba. Los viejos motores mueven el líquido por el que deambulan anguilas oscuras y escasas. Cae el sol sobre la lámina cristalina. En mi cabeza resuena todavía la voz de Cecilia cantando Sol da te, mio dolce amore, del Orlando Furioso de Vivaldi. Y la música recorre los perfiles fósiles del fondo, y las voces de los pájaros, y las manos de José que maneja la percha con pericia, vuela sobre los canizos y sobre la enea. Y me reconcilio con esta tierra. Y con este cielo en el que la ciudad semeja una mancha pálida. A lo lejos. En un mundo sin canciones.

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