Ricard Camarena y la tormenta

Ser cocinero se ha convertido en algo loco.
Veo a Ricard tenso como una cuerda de violín a punto de quebrarse. Andan todos metidos en el ojo del huracán mediático o dando codazos por entrar en él.
El mundo de los fogones es combativo y arriesgado. Una tormenta en la que resulta complicado llevar el ritmo sin mover la pierna (he recordado la anécdota, que leí hace años en una biografía de Miles Davis, sobre su obsesión cool por no transmitir nada que no fuera música y, por ello, incluso llegar a mover los dedos del pie dentro del zapato holgado para marcar el compás). Solo las notas, nada más. Sin contaminación. Me ha venido a la mente al ver la vieja trompeta del chef, ahora colgada de la pared a la entrada del restaurante junto a fotografías de su infancia.

Ricard Camarena, cocinero
Ricard Camarena, cocinero

Los cocineros son ahora un símbolo para explicar la incapacidad colectiva de parar o de estimar si una meta vale la vida.
En realidad, no necesitamos casi nada; y este momento es la gran oportunidad de simplemente ser.
Sin embargo, el ruido, la furia, el canto de sirenas resuena con su música y su letra envenenada: Ser es igual a hacer y tener.
Lo que hacemos es un vehículo para mandar un mensaje. El mensaje es la energía interior, el amor, la pasión. Algo que mueve a otros a liberarse.
Hay quienes se han puesto en manos de ese flujo, y sus necesidades básicas son satisfechas.
Hay quienes intentan dirigir un caudal mayor del que su cuerpo físico puede soportar.
Otros se quitan la vida o aprietan el botón de una bomba.
Ricard abre una caballa.
Y sólo hay que dejarlo caer. Ser.
Estar al margen del caudal y contemplarlo.
Porque construir no es posible hasta que la tormenta pase.