Nada de esto tiene sentido

Toros en diciembre. Un cambio climático. El Soro vuelve a su pueblo, Foios, un poco al norte de Valencia, metido entre naranjos. Se anuncia la primera corrida de la historia de la localidad, en una de esas estructuras metálicas sobre las que rebotan las embestidas de los animales. Los diestros llegan en calesas tiradas por lustrosos caballos sobre fondo de vehículos aparcados y viviendas nacidas en el último pelotazo urbanístico, que quedó en el límite del solar polvoriento sobre el que se asienta la plaza. Vicente se ha traído a un tocayo retirado, Barrera, y a un joven vecino que debuta, Rafael de Foyos. De modo que no falta detalle en la historia urdida por este protagonista cojo y superviviente de la maldición de Pozoblanco, como todo el mundo sabe. En este hombre que representó la huerta valenciana (si es que existe representación de ese calibre) y ahora arrastra un pie inerme apoyado en una zapatilla ortopédica con la misma decisión que muestra sus cartas desde el inicio, poniendo a sus compañeros y cuadrillas a pasear en andas improvisadas a la patrona de Foios, la Virgen del Patrocinio, sujeta a la peana con unas humildes bridas de plástico. Toros en diciembre e imágenes dando la vuelta al ruedo. Reparto generoso de orejas. El fondo profundo del abismo por el que brotan los gritos cuando El Soro coge al animal por las orejas después de arrojar la muleta. El histrión alza los brazos. Doblado sobre la barandilla, el segurata pide al respetable que deje de tirarle latas vacías a la cabeza. Un torso desnudo se asoma por la ventana. Entonces percibo, golpeado por el aire afilado del invierno, que nada de esto tiene sentido. Es algo que sabía de antemano. Cuando llegué.

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