Anotaciones

Vivimos de escritos y morimos de tachaduras. Edmond Jabès

Entre las paredes del trinquete de Pelayo hallé respuestas a algunas preguntas sobre lo que sea ser valenciano. Y también respecto a la naturaleza profunda de estas gentes de sangre impura, hirviente, taimada y creativa. Atravieso el bar, veo algunos rostros taciturnos -me lo parece- por el destino de este negocio ruinoso y amenazado por el cierre, saludo a José (Genovés II) y a los habituales de este territorio querido, con sus paredes algo rotas y su deambular de hombres. Casi siglo y medio, que se dice pronto.

Comprender el juego es comprender la vida.

Me gusta ver cómo arreglan sus manos en el vestuario mientras narran batallas de todo tipo de las que, gracias a la confianza del tiempo, soy espectador mudo. El ritual meticuloso trasforma los dedos en armas y el brazo en un látigo que llevará la pelota lejos del rival. Me agrada su sonido contra el cemento, los gritos de este juego intenso que un día abandonó las calles porque a los señoritos les molestaban las palabrotas.

Estoy aquí sentado con mi cámara. Tampoco puedo decir algo nuevo. Se trata de un placer efímero, no hay grabaciones desde cada ángulo ni televisiones que repitan cada detalle. Estoy yo y puedo elegir el lugar. Moverme entre ellos, formar parte. Sentir la bola silbar sobre mi cabeza mientras cambian las apuestas en este teatro donde también los rojos y los azules siempre son rivales. Esta bóveda blanca es un templo valioso y único. Ojalá estuviera lleno, ojalá alguien que explicara con las puertas abiertas qué ocurre cada vez que se inicia una partida. Ojalá un segundo de conmoción, un minuto de lucidez, una hora de principios para entender la belleza de este singular deporte. Pienso que seré más pobre si cierra sus puertas y me privan de un placer tan sencillo. Soy un espectador que aguarda curioso un momento mágico, un lance, un salto, un gesto. Alguien que intenta hacer visible lo invisible.

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