Un rostro es una frontera. Un objeto es una frontera. Un espacio está demarcado por límites. El logro más grande de un fotógrafo es ayudar al que mira a pasar del otro lado, obtener una fugaz, aunque memorable certidumbre de conexión e intimidad.
La discreción es su don más valioso, así como la invisibilidad que le permite ser el objeto, no la cámara, el rostro, no el foco, el brillo en el ojo y no la lente.
La visión sigue enamorada del instante y da respuesta a preguntas que no se hicieron.
La mayoría de los críticos saltan a la terminología -ángulo, perspectiva, contraste, luz de ambiente, saturación, sensibilidad- antes de que la foto pueda hablar por sí misma.
Yo saco fotos para escuchar las otras voces, esas que no se oyen antes del click y son inaudibles justo después. Una foto no es la traducción estricta de la realidad, no es una imagen en el álbum de un turista japonés, impregnada de la angustia del tour acelerado. No es como un hilo de Ariadna para la memoria, ni un objeto glamuroso en la pared. Y, por supuesto, no es el nombre del fotógrafo ni un eco de su voz humana. Ojo y voz son sólo intermediarios de una realidad paralela, tan distinta a aquella en la cual nos desenvolvemos.
Más allá de cualquier premisa estética o de estilo, casi como una disciplina zen, anhelo ser el silencio que permite suceder el instante mismo, en un estado de conciencia y atención. Podríamos llamarlo riesgo calculado de serendipia o deliberados accidentes de belleza.
Mis fotos quieren privarse de pretensiones, sólo pequeños, delicados haikus urbanos. Ofrendas en el altar del presente y también líneas de una mano en la que el destino está a punto de escribirse.
Todo lo demás es una excusa para coleccionar el mundo, como Susan Sontag escribió en su ensayo único sobre la fotografía. Evidencia íntima. Posesión del que mira, no del fotógrafo.