Boato

Se detiene el reloj con un último crujido de su anciana maquinaria. Apenas un clic y ya no existe el tiempo, muere congelado ante mis ojos, cae sin respiración, lívido. Llega un coche a la plaza y la pequeña banda arranca un desafinado pasodoble en el que manda un bombo. Llega el nuevo arzobispo al pequeño pueblo (Villargordo del Cabriel, algo más de quinientos habitantes) que marca el extremo occidental de la diócesis. Las calles se llenan de hombres vestidos de negro con sotanas planchadas con esmero. Vecinos, ancianos en su mayoría, se acercan a saludar a ese hombre bajito y rechoncho. Al que esperan, como harían con cualquier otra autoridad con el humilde piscolabis de mesas corridas y bocadillos de salchichón. Ese toque de los pueblos tan útil para que los cronistas de la capital hagan bromas estúpidas que, al día siguiente, con el boato de las sedas, los trajes y uniformes, no tienen valor de hacer. Entonces hablan de mitras y aromas bajados del cielo, hablan de catedrales y vírgenes, de los pobres, los santos, las naciones; y hablan de Dios. Como si nada. El arzobispo va y viene en su marea ajena al tiempo, pasa por su pueblo (Utiel), recibe besos, abrazos, felicitaciones. Con su sotana, su capelo rojo, su anillo. El rojo, el color de aquellos listos para morir por su fe. Cuando el reloj hace una cabriola y suelta una coz. Unos turistas pasan. Unos políticos cruzan sus manos sobre el pecho marcando una cruz. Apenas un clic. El aire no huele a nada. Un perro mea junto al jardín de la basílica.

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