10.30 horas Cortes Valencianas
Como periodista y fotógrafo ya tendría que estar curtido de esta hoguera de vanidades. Tendría que tener la piel dura, al menos, pero he pasado de la rabia a la fatiga y de la rabia al estupor. Es casi una quemadura de segundo grado. Nunca lo entenderé. Apunto y disparo. Es un trámite que se repite.
11.30 horas Protesta
Más de lo mismo. La actualidad parece estar enganchada en un bucle. He cubierto un buen número de manifestaciones en los últimos años. En muchos sentidos, me parecen ruido estéril en una caja vacía. Aún me hipnotizan los rostros, o el rostro imaginado bajo las máscaras. A veces son tan cliché. Otras, tan ingenuos. Acudo. Me involucro hasta donde puedo, hasta donde la tarea de mostrar sin más me lo permite, pero embargado por la dolorosa sospecha de que estamos más allá de un punto de retorno, que hay que dejar que este estado de cosas evolucione hasta el desastre y regenere. Siento, más que pienso. Me hago invisible. Una vez más.
12.00 horas Carol
Cuando dejo que las fotos revelen el mundo y borro la mente de la ecuación, el tiempo se acelera.
Me siento a tomar café ante la bella e inquisitiva mirada de Carol. Ella busca encontrarse en retratos que no la oculten y yo encontrar a alguien que me ayude a recuperar el espíritu de Steichen en la fotografía de moda. Nos caemos bien. En el fondo, los dos somos tímidos y hemos aprendido a disimularlo. Hay algo Nouvelle Vague en su rostro, en sus gestos. Una mezcla de Anna Karina y la distancia elegante de las actrices de Bergman. Me resulta esperanzador que parezca tan intemporal. Que alguien resista a las presiones del mundo de la moda con la belleza y la curiosidad intactas.
13.15 horas Maribel
Dice alguien que quiero que mis fotos no perdonan y es por ello que las ama. Me niego en redondo a usar el photoshop. El rostro me muestra lo que quiere mostrar. Puede resultar cruel (me pasó con Daryl Hannah y Bibiana Fernández). Ciertos sets dejan al desnudo un dolor que no puedo mostrar. Algo tan íntimo y privado que no puedo ni debo compartirlo con nadie de quien no tenga certeza de que puede, desde un lugar lúcido y generoso, apreciar también la historia que condujo a ese momento de honestidad brutal. Las fotos, cuando el esquivo milagro de la conexión sucede, son testigos quirúrgicos de aspectos que se ignoran en el retrato actual: la vida tiene un precio, madurar tiene un precio, el logro tiene un precio. El tiempo sólo es compasivo con aquellos que no gastan su energía en el control de daños. Maribel Verdú es una de esas personas que ha sabido elegir bien sus batallas. Las fotos muestran arrugas, pero también el poder de una actriz de teatro clásico. Intensidad, honestidad, inteligencia. Un camino trazado cuidadosamente con arreglo a su voluntad. Nada al azar ni a la deriva. No ha perdido ni ha renunciado ni a una gota de misterio.
16.00 horas De Prada
No tengo la suerte de que todo aquel que me toca retratar me caiga bien. De hecho, es bueno que de vez en cuando, la vida me plantee el desafío de hacer un retrato que me obligue a la objetividad y en ciertos aspectos, resulta más fácil. La máquina hace valer su propio dictum, me guste a mí el modelo o no. Juan Manuel de Prada es una de esas personas. Es indudable que se ha labrado su lugar en la literatura de este país -para gustos, colores-, pero a cada generación le ha tocado su repelente niño Vicente, que crece a lo alto, a lo ancho, sin cambiar nada en esencia, que parece escapado de otra época y huele a naftalina o a reacción pura y dura. Él ha hecho suya esta pose. Por decir algo amable: es consecuente con su ideario, no cambia de camisa y ya no tiene miedo a caer mal, lo cual es de reconocer. Una virtud rara en estos tiempos ¿He escrito virtud?.
Hace poco, Bret Easton Ellis la emprendió a tweets contra Foster Wallace, que ya no tiene que lidiar con berrinches de snobs roídos por la envidia. Esto me viene a la mente porque me recuerda en algunos aspectos a de Prada. No se limitan a escribir, lo cual sería digno, venerable y respetable, sino que sientan cátedra sobre la realidad, de tal manera que uno acaba detestando el perfume que se echan encima, su acicalamiento compulsivo, su posmodernidad o su bohemia. Al menos Pérez Reverte, cuando lo hace, tira del esparadrapo con unos cuantos tacos y sin contemplaciones, y se la suda -pero bien, además- lo que el resto de la humanidad, a menudo etiquetada como semoviente, piensa al respecto. Uno se va a tomar unas copas con Pérez Reverte. Para charlar de literatura con los Bret Easton Ellis y los de Prada de este mundo, hay que recurrir al 11822 para dar con un sitio que reúna las características de un set de rodaje de época, unos cuantos tertulianos de atrezzo, haberse leído el diccionario de María Moliner de atrás para adelante, y tolerar niveles radiactivos de sabihondez. Nada de ello, reprochable. Otra cosa es llegar a ser colegas.
No por nada soy tan de Beckett, de Bolaño, de Lobo, de Foster Wallace. Las cosas como son. Al pan pan, y al vino vino. La literatura que me llega suele venir acompañada de un ser humano que ha mirado la vida y el horror a los ojos. Que escribe como yo saco fotos, que está en condiciones de volver conmigo a las tres de la madrugada, con una buena cogorza encima, y que si acabas vomitándole en la camisa, te lo perdona, porque ni su camisa ni la puta vida son algo que se tomen tan en serio como la pasión que les arrastra. E incluyo en esta lista a algunos ausentes, con los que ya no puedo aspirar a irme de juerga y acordarnos de los muertos de todos. No es el caso de de Prada, obviamente. Pero para todo hay un lugar en este mundo. ¿Quién no sostiene una pose ante la mirada ajena cuando no las tiene todas consigo, cuando ya se ha resignado a no caerle bien a nadie y ha hecho del vicio virtud?. Algo bueno tendrá, no lo dudo.