Dejad que los pobres posen para mi

Sharecropper’s family, Hale County, Alabama, 1935. Walker Evans

Sharecropper’s family, Hale County, Alabama, 1935. Walker Evans

¿Qué nos atrae de ellos?. Existen varias respuestas posibles. Compararnos, ver el lugar lejano, triste, desesperado en el que por fortuna creemos no hallarnos.

Sus rasgos duros, su piel ajada, cuarteada por el sol y el frío, esculpida por la privación y el sufrimiento de los oficios humildes y mal pagados. De una forma simple pensamos que esas miradas reflejan mejor sentimientos fuertes y sencillos en contraposición con los nuestros, refinados y cultos.

Una foto no come ni huele.

No se trata de comparar. En realidad no son personajes ni fotógrafos comparables, como tampoco lo son del todo los héroes de quienes se ocupan. La exposición de Pierre Gonnord Terre de Personne (Tierra de nadie) me conduce en un deslizamiento inevitable hacia las páginas de Elogiemos ahora a hombres famosos, el libro de en el que Walker Evans y James Agee contaron su convivencia con los míseros aparceros blancos de Alabama.

Es un libro intenso y perturbador, ejemplar en su sinceridad periodística y en su reflexión ética respecto a los motivos y las causas. Por fortuna, se ha reeditado recientemente. Al poco de iniciar su lectura Agee explica sus dudas sobre el encargo del siguiente modo. Es una cita larga pero necesaria:

«Me parece curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador, que una asociación de seres humanos reunidos por la necesidad, el azar y el provecho en una compañía, un órgano del periodismo, se le ocurriera hurgar íntimamente en las vidas de un grupo de seres humanos indefensos y lastimosamente perjudicados, una familia del campo, ignorante y desvalida, con el propósito de exhibir la desnudez, desventaja y humillación de estas vidas ante otro grupo de seres humanos, en nombre de la ciencia, del periodismo «honesto» (cualquiera que pueda ser el significado de esta paradoja), de la humanidad, de la osadía social, por dinero, y por la fama de hacer cruzadas y ser de una imparcialidad que, manejada con suficiente habilidad, es intercambiable en cualquier banco por dinero (y en política por votos […]) y que esta gente pudiera ser capaz de contemplar esta perspectiva sin la menor duda sobre su cualificación para hacer un trabajo «honesto» y con una conciencia más que limpia y la virtual certeza de una aprobación pública casi unánime»

Esta gente, la que retrata Walker, la que retrata Gonnord, pasa por la vida sin máscaras. Los artificios son cosas de ricos, de seres que habitan en las ciudades, de niños con estudios, de personas preparadas para las artes del fingimiento. Ellos carecen de recursos para engañar al objetivo. De hecho no tienen ni una noción exacta de los poderes de una película, ni información sobre sus derechos. Están ahí, viviendo una vida que a muchos se nos antoja dura, difícil de soportar. Son pobres y feos. También inocentes. Gentes que se ganan el pan con sus manos y con sufrimiento. Sin recursos a los tópicos.

Las fotos de Pierre Gonnord son enormes, técnicamente buenas, bien iluminadas, producidas con lujo, envueltas con esmero. Cuidadas hasta el más mínimo de los detalles, forzadas en su tono gris, en su pose heredera del tenebrismo. Pero en ellas no existe implicación sino ego, un afán estético del fotógrafo que pisotea a los seres retratados, que desea reconocimiento, crear una marca, utilizar sus rostros. Apenas rasga la superficie de las vidas porque no aspira a contemplarlas en su integridad sino a dejar constancia de su buen gusto seleccionando rostros bizarros. Sus personajes posan para él, no para nosotros.

El Manuel. 2008. Pierre Gonnord

El Manuel. 2008. Pierre Gonnord

Los rostros de Gonnord son falsos en la medida en que no atisbamos su mundo sino una corteza impuesta de forma irreverente, un estilo que sacrifica su dolor en aras de la estética, que mutila su alegría en pos del impacto, que aprovecha sus cicatrices para decorar los salones de grandes despachos oficiales; una selección del mundo rural aplaudida por las mismas fuerzas repulsivas que nunca osarían implicarse en sus historias. No nos miran, se dejan utilizar para componer un cromo que será paseado por galerías y señalado con admiración por brazos rodeados por valiosos relojes y pulseras. Nunca ocuparán sus protagonistas el lugar que habitan sus retratos.

No existe compasión en su mirada, del modo que la había en las imágenes de Walker Evans o en las palabras de James Agee. Un profundo respeto por el ser humano y por su naturaleza, lejano de cualquier exhibicionismo. Un deseo de cambiar la realidad mostrándola en su incómoda y desnuda verdad. En las imágenes de Gonnord (elevadas por el stablisment de la crítica al más alto de los olimpos) no existe crítica ni pensamiento. Sólo un vacío desalentador. Una tendencia pasajera, enemiga de lo humano, una falsa profundidad psicológica. Una ficción interesada. Nada real ni conmovedor cabe en un espacio ocupado por el exhibicionismo practicado en nombre del arte.

  • 27 diciembre, 2009