El significado de la vida es ver. Hui Neng
In a perfect world, the photographer establishes a bond with the subject, even for a fleeting instant among the crowd. Portraits stem from that intimacy. The photographer disappears, light goes through him and sling over the subject. A brief spatial-temporal loop happens and in its return, truth is enveloped by the renounce to improve what already is. Finally, the image is given a format, framed in order that the contemplative eye cannot avoid its nerve center -the soul- neither the message that approaches with the burning desire of conveying itself.
Portrait is, in my opinion, the most complex of all arts. It has nothing to do with the time invested in its craft, neither the knowledge about the subject; it’s not even something able to be pursued or premeditated.
It constitutes a tour de force that escapes the dominion of words, in which the natural essence of people and objects manifests, briefly suspended, in such a way that everything lost is found again, like a revelation of everthing else that is there. I find as easy to recognize this in the work of my role models, Edward Steichen and Irving Penn, as difficult to explain in mine.
It’s an instinct, more than a skill. A vector reluctant to the human inclination to own and possess, enemy of the ego that lurks in the depths of the subjet until it builds a clean-cut image inside, at least for that who can capture it to see it in the aftermath.
That is my instinct, my nature. An intuition of truth. Going through what I see, being the light that blazes through.
The abuse of retouching and photographic manipulation has turned the core and beauty of portrait into a grotesque misogynist show -especially ill-gotten when the subject is a woman- cast to the wind in the name of the victims supposedly claimed to be those defended.
Far from intuitive observation, preserving its dignity, we have come to face as insensitive object, submissive and fake.
I leaf through magazines noticing a growing build up of shame and deep indignation towards the cruelest perversion that can be: the perversion of beauty, which bewildering gift is to transmute our flaws into unique traits, resembling itself in who looks, as an ephemeral, yet ineffable act of communion. Something unforgettable.
I’m driven by the urgency to repair the lost identity of iconic celebrity through portraiture. True gaze, as it happens in the moment, clean from the bizarre and obscene redundancy of the discourse that attempts to explain it (or alienate it into oblivion), without Photoshop, quiet, prosthetic-free. To give it the classy look back, the acquired taste, the elegance and the wide-open future of the earliest, glorious age of cinema. An unbound horizon. An act of atonement, in these times that everyone owning a camera claims to be a photographer, restoring its condition of beautifully marketable luxury object.
En un mundo perfecto, el fotógrafo establece un vínculo con el retratado, aunque sea durante un breve instante en la multitud. El retrato es el resultado de esa intimidad. El fotógrafo desaparece, la luz le atraviesa para arrojarse sobre el retratado. Tiene lugar un breve bucle de espacio y tiempo y, en el regreso, se arropa la verdad renunciando a intentar mejorar lo que es. Finalmente, se otorga un formato a la imagen, que lo enmarca para que el ojo que contempla no pueda esquivar su centro -el alma- ni el mensaje que le sale al paso con el ardiente afán de trasmitirse.
El retrato es, desde mi punto de vista, la más compleja de las artes. No tiene que ver con el tiempo empleado en su realización ni con el conocimiento del sujeto. Ni tan siquiera es algo que se pueda buscar o premeditar. Constituye un acto que escapa a las palabras y en el que se manifiesta de forma natural la esencia de las criaturas, brevemente suspendida, de tal modo que todo aquello que se ha perdido vuelve a ser encontrado, como una revelación de todo lo demás que está ahí.
Es algo que me resulta tan fácil de reconocer en la obra de aquellos a los que siento mis maestros, Edward Steichen e Irving Penn, como complejo de explicar en la mía. Se trata de un instinto, más que de una habilidad. Un vector refractario a la humana inclinación a poseer, enemigo del ego que se agazapa en las honduras del sujeto hasta construir una imagen nítida de su interior.
Ese es mi instinto, mi naturaleza. Intuir la verdad. Ir a través de lo que veo, ser esa luz que atraviesa.
El abuso de las técnicas de retoque y manipulación fotográfica ha convertido la realidad del retrato y su belleza -de modo especialmente insidioso en las mujeres-, en un esperpento misógino lanzado al viento en nombre de las víctimas cuyo nombre se pregona en la defensa. Lejos de observar intuitivamente, preservando su dignidad, hemos llegado al rostro como objeto insensible, sometido y falso. Hojeo las revistas y siento una mezcla de vergüenza e indignación profunda por la perversión más cruel que pueda darse, la de la belleza misma, cuya facultad maravillosa es, precisamente, la de transformar nuestros defectos en rasgos únicos, evocándose en quien mira, como fugaz, pero inefable acto de comunión. Algo que más tarde se recuerda.
Se me hace urgente reparar a través del retrato la identidad de la celebridad icónica, su mirada verdadera, tal como sucede en el momento, sin la grotesca y obscena redundancia del discurso que intenta explicarla (o consignarla al olvido), sin photoshop, sin ruido, sin prótesis. Ofrecer una presencia, no una máscara. Devolverle la clase, la elegancia y el futuro abierto de las primeras, gloriosas épocas del cine. Abrirle un horizonte. Restituirle, en este tiempo en que cualquiera en posesión de una cámara se dice fotógrafo, su calidad de lujo hermosamente comerciable.