Episodios unidos con puntos en algún lugar de Viena

Viena. Dos de las personas a las que más admiro. Thomas pasó en ella parte de su infancia y estudió en el Mozarteum de Salzburgo. Por su culpa comencé a escuchar a Mozart de modo compulsivo y, finalmente, hube de dejar la prosa rítmica de uno y las composiciones de otro. Los abandoné porque los bucles no le sientan bien a mi cerebro, ávido de vivir en máquinas centrifugadoras. Ahora veo desde la ventanilla del avión la pista húmeda del aeropuerto de Schwechat, las gotas que corren sobre el cristal mientras una voz metálica da las instrucciones de siempre. ¿Qué pensaría Thomas si me viera escuchando a The Prodigy? ¿Y Wolfgang?. Contienen más notas 30 segundos de La flauta mágica que en toda la discografía de los de Braintree. El signo de los tiempos. O lo que sea. El efecto anestésico del ruido me mantiene en calma, como repetir números del 1 al 5 hasta que emerge el silencio y desaparece mi voz. Y asoma el perfil de Viena como un cuerpo dejando la bañera. Me han regalado un libro de fotos de un tal Rai Robledo; me produce vergüenza ajena y lo dejo sin disimulo en una papelera. ¿Qué pasaría si dijéramos nuestra opinión real de las cosas?…si abandonáramos esta basura autocomplaciente, este asfixiante intercambio de halagos entre mediocres. Esta mierda de buenismo. Viena. Y un circo. He venido a ver un circo. O lo que sea. Estoy entrenado para enfrentarme a las cosas sin pensar. Me entretengo rascando una pegatina de mi cámara que me permitió acercarme a Florence Welch en Budapest. Tanto que casi me pisa la mano. Ojalá lo hubiera hecho. Pienso en cómo volver al Leopold Museum, a ver las pinturas de Schiele que tanto me influyeron en la adolescencia. A ver si el trabajo me deja, si no me pierdo en algún tugurio (qué habilidad). Mis dedos aplastados por Florence, semejantes a sus personajes. Comatosos. Deformes. De pronto un hilo une muchos puntos. Todo lo que me abandonó y todo lo que abandoné. Sin tristezas, sin ese repentino calor en la base del cráneo, el deseo de desaparecer. De reposar inmóvil bajo la niebla, de ser nada ni nadie. Hasta llegar a la soledad de ahora, la del personaje con las alas derretidas por el sol, caído en un bosque donde extrañas criaturas le enseñan de nuevo a volar. Es un cambio en la historia. De regreso a mi querida Icaria, ahora poblada por hermosos fantasmas. De eso va esta función, al parecer. De no morir del modo previsto, de renacer. Algo parecido a la felicidad de la ayuda ajena. Viena. Ciudad de rostros adustos y represores. De niños de ojos claros junto al dorado monumento de Strauss. Últimamente nada me parece real. Ni este amanecer sobre árboles rojizos.

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