Pienso en comenzar un día abriendo los ojos sin ver nada. Cuando era crío me golpeé en la cara con una barra de hierro y el metal impactó en la órbita de mi ojo izquierdo y produjo un gran corte. Recuerdo esa sensación, horas después, en la cama del hospital. Separar los párpados bajo una gran venda. Ver la oscuridad temiendo que fuera eterna, transformado en un Edipo herido por su propia espada. Veo a este hombre, José Antonio. Era taxista. Necesitaba sus ojos para ganarse la vida pero ya no puede porque un cliente, un chaval de familia bien, se los arrancó. Como suena, tan duro, con sus propias manos, por cien miserables euros. No imagino castigo más terrible que el de no poder mirar mientras trato de situarme en su lugar, de sentir esa mezcla de rabia e impotencia, ese asombro ante un hecho inexplicable, casi increíble. Pero real como su ceguera y su pobreza, real como las lágrimas del único ojo que le queda y con el que apenas acierta a intuir manchas borrosas.
Vive en un piso humilde de un barrio humilde. Su hijo, más o menos de la edad de su agresor, llora sentado en un rincón del sofá. Falta oxígeno en esta habitación, la rabia envenena el aire. Me viene a la mente la atmósfera de Newark que describe Philip Roth en Némesis. O la de aquella casa de Benejúzar, en Alicante, donde retraté a una madre que había quemado vivo al violador de su hija. Esa sensación de asfixia, esos silencios espesos. La dolorosa pérdida de la felicidad, la búsqueda infructuosa de una razón, la eterna reconstrucción de los hechos unida al deseo de detener el tiempo un segundo antes del momento fatídico. Aquel en el que a José Antonio le arrancaron los ojos.
Una respuesta a «Hombre sin ojos»
[…] Hombre sin ojos […]