Hay un haiku de Kobayashi Issa que habla, si mal no recuerdo, de un hombre que despierta de noche, lamentando un injerto que ha hecho. Tampoco recuerdo si se trataba de un árbol grande o de un bonsai.
Me despierto a media noche, agotado de ese viaje a las afueras del primer mundo.
Cada músculo me pesa. No estoy seguro de haber hecho el injerto adecuado.
Al entrar en un ámbito de miseria, nunca la belleza que puedo sacar del intento es suficiente. El corazón se golpea contra la jaula de las costillas, los clicks se vuelven tan vertiginosos y violentos como mis latidos. Siento náuseas. No por los olores. No por las cagadas de moscas, los mocos y costras de los niños, el rancio de las frituras, la mierda humana, los orines, las basuras, las aves de carroña, los alimentos podridos. No por los perfumes de mercadillo, que al instante levantan dolor de cabeza, porque no disimulan el resto de los estímulos, sólo los concentran y los descargan como un único golpe.
Siento náuseas. No de hastío sino de vértigo. Me desdoblo. Mi cámara toma el poder, sigue un impulso maníaco de rascar las costras hasta dar con la luz olvidada. Mis ojos buscan los ojos. Los ojos dulces, perdidos en otro mundo, de mujeres que en ese otro mundo hubieran podido dejar que el esplendor de su juventud y su inteligencia gobernaran el destino. Los ojos violentos, que me erizan la médula. Los ojos de quien ya lo ha perdido todo y sólo mata el tiempo. Los ojos posesivos. Los ojos que se cierran la cremallera después de haber usado a una mujer que no se distingue siquiera físicamente de un colchón. Los ojos de quienes intentan mostrarme con un atisbo de orgullo que poseen algo, por lo menos.
Después caigo, dentro de mí. Aparecen los detalles: los zapatos viejos, de niños, que casi todo el tiempo caminan entre ratas y heces, totalmente descalzos.
El poster de una película taquillera tapizando un muro, una pequeña parabólica, que la tele no falte, o tal vez esa señal que les permite mantener contacto con su lengua de origen, el último cordón umbilical que les une a lo que han dejado. El parchís en la letrina.
Desaparezco entre todos ellos, me mimetizo, como uno más. Se me caen los hombros, ya de por sí caídos por la largura de mi cuerpo.
Siento la tristeza sumergirse en mi estómago a plomo, como una piedra o una placa de cemento.
Contemplo en perspectiva, antes de irme. Necesito asegurarme de que les he mirado con la dignidad que como humanos merecen, al margen de cómo vivan, de a quién desplumen en los metros, de a cuantas de sus hijas violen, de a cuántas de sus mujeres peguen. Una mirada a la altura de la convención de Ginebra.
Una mirada a la altura de un ser humano digno.
Vuelve Kobayashi y su exhausto gorrión sobre un montón de niños. Vuelve un flash del demonio en los tatuajes.
Para cuando llego a casa soy el pájaro extenuado. A mitad de la noche, el jardinero que cuestiona su injerto.
Vengo aquí, abro el editor. Me lanzo con todas mis fotos de ese infierno a un abismo.
Me pregunto cuántos pasearán su mirada por el paisaje de la desolación, como si no fuera con ellos. Como si se tratara de una dimensión paralela, convenientemente oculta tras la gruesa cortina del bla bla bla quejoso y el bla bla bla de los poderes de turno.
Me digo «Cuando estoy ahí, soy ellos». No me parece bastante. Magro consuelo. Dura dos segundos.
Sigo con ganas de llorar.
Una respuesta a «Injerto»
[…] a visitar al grupo de hombres que vive en un solar polvoriento, entre maderas, basura, bolsas y miseria. Ya me reciben con una sonrisa. En especial Vasile. No […]