Al otro lado de la soledad

Cuatro décadas solos en la Estrella han convertido a Juan y Sinforosa en un símbolo de la resistencia rural. La aldea, que pertenece a Mosqueruela, se encuentra en la frontera con Castellón, separada por el cauce seco del río Monleón que discurre pegado a los muros del santuario cuya Vírgen da nombre al lugar.

Los riscos vigilan el pequeño grupo de casas y la cúpula azul de la iglesia. Recuerdan quién manda sobre el barranco y el cauce del río Monleón (o Monlleó al otro lado), por si alguien olvida aquel diluvio de 1883. Lo repite Sinforosa como un mantra, «17 casas, 26 personas», arrastradas por el agua, las piedras, los árboles. Algunos cuerpos nunca se pudieron recuperar. Eso fue antes y ahora el presente son ellos, que llevan cuatro décadas solos en La Estrella; ella, Sinforosa Sancho y él, Juan Colomer. 88 y 87, respectivamente. Es difícil de precisar, pero tal vez la semilla de tanta soledad brotó con aquel diluvio.


Están preparando la comida para los animales. Ya no hay ovejas, cabras, mulos o vacas. Solo gatos y perros. Los felinos, ninguno tiene nombre propio, todo se llaman Michurrín, pardos en su mayoría, aparecen como por arte de magia de distintos rincones cuando Juan agita la lata con el pienso que guarda en una colmena vieja. Sonríe bajo la mascarilla, se le nota porque se le achinan los ojos. Siempre está de buen humor. Luego mezcla en un bote el arroz hasta hacer una pasta, la comida de los perros, todos se llaman Pichurrín, atados en diversos lugares al otro lado del barranco, a cobijo de la lluvia. No pueden andar sueltos porque la libertad absoluta les costaría la vida, aunque a veces les dejan hacer ejercicio. Son animales cariñosos, dóciles. Los ancianos caminan encorvados. Sinforosa se rompió una pierna no hace mucho y no ha acabado de soldar bien el hueso, aunque a ella parece no importarle y sube por el desnivel con una destreza impropia de su edad hasta la pequeña oquedad donde está uno de los canes. «En este barranco nací yo», dice. Y se alegra del viento fresco que baja por el río, «es una aire sano que se lleva a las moscas». Tuvieron dos hijos, Vicente y Rosana. Él trabaja de pintor de brocha gorda y no le falta faena. A veces viene a verlos y les trae a los nietos. Ella murió con 11 años el día después de que le dijera a la maestra que quería irse a casa porque le dolía mucho la cabeza y a su tía, con la que vivía en Vilafranca, que avisara a su madre porque se estaba muriendo. «Eso no se olvida nunca, ¿eh?». Mira a la cámara, «se te romperá la máquina», dice.


Se van las nubes y dos jóvenes que andaban trabajando en unas colmenas. No han podido hacer mucho porque las abejas están molestas con el aire. Más abajo, en una tierra pegada a una casa que se nota bien arreglada, un vecino labra el huerto. Pero nadie vive aquí, salvo algún fin de semana, solo ellos y un montón de fantasmas. Hubo un convento de clausura y dos tabernas, señala Sinforosa el lugar donde bailaban, una escuela de niños y otra de niñas. Incluso un torero, que primero fue panadero, Silvino Zafón, el ‘Niño de la Estrella’ el último en tomar la alternativa en zona republicana. Llegó a tener hasta una etiqueta de anís con su nombre.


Antes de abrir la iglesia Juan coloca en el antiguo pesebre de los machos a una de las perras, que está a punto de parir. Luego, en la casa, en una oscuridad acogedora, rebusca en una caja donde ha preparado la cama a una gata. La acaricia con ternura y luego coge a una de las cuatro crías que amamanta. Acaban de nacer. Vino uno, un forestal de Puertomingalvo, «un día que no estaba yo y se la llevó en el coche metida en una caja hasta Calamocha o más lejos, no me sé el sitio, pero a los tres días estaba aquí de vuelta. Estaba a más de doscientos kilómetros y ha vuelto conmigo» dice orgulloso. Porque es lista, además. Perros por nacer y gatos recién nacidos, como los que descansan bajo tierra tras el altar, aunque estos eran humanos, hijos de reyes y señores importantes, de cuando había que ocultar embarazos y nacimientos. No había mejor sitio que un convento remoto, ni otra técnica que no fuera la muerte, a saber si un día alguien excava ese suelo hueco qué se encontrará. Son las historias que cuenta Juan. También eso gravita sobre la iglesia, donde se casaron hace tanto tiempo en una ceremonia doble. Sinforosa iba vestida de domingo, sin más, como su hermana, «cuatro perdices de un tiro», bromea.

Hablamos en una habitación presidida por exvotos. Juan narra sus vivencias al ritmo del paso lento y seguro de sus piernas arqueadas. Sobre lo costosa que fue la cimentación de la iglesia en este terreno, los saqueos de la guerra o los ingeniosos bancos antiguos de madera con un respaldo móvil que permitían al público sentarse mirando hacia el altar o hacia el coro, según conviniera. Acaricia la madera con admiración. Le recuerda al mango del hacha con la que «peló» pinos durante tantos años, lo hizo él mismo con la madera de un almez, suave al tacto. Todavía la tiene, aunque ha perdido el filo de usarla para otras cosas. Mira a lo lejos. Él se hubiera ido, pero ya no.

Sinforosa mira la hora en el reloj solar, aunque no es muy fiable porque el estilo se torció de un balonazo, «de cuando había jóvenes y jugaban a la pelota». Pero la indicación inexacta de la hora le sirve también de referencia porque aquí el tiempo no discurre a una velocidad concreta y la mente de Sinforosa ha comenzado a perderse en él. Juan saca el tema. La demencia. «Qué lástima», dice, «hay que tener paciencia, porque a ella no hay manera de sacarla de aquí». Le digo que en algún momento, en ese regreso a la infancia, se desea volver al lugar donde se ha nacido. «Ah, pues entonces ella ya ha llegado». Junto a Rosana, aquella niña de La Estrella.