Men look at women. Women watch themselves being looked at.
John Berger
Aquel día, cuando el hombre levantó su camiseta y mostró el tatuaje del diablo sobre aquella barriga sucia, supe algo de mi oficio distinto a todo lo anterior. Entendí qué significaba. Por mi mente pasó la imagen de una mujer gritando, intentando escapar, aplastada por esa carne negra, por ese dibujo grotesco. En aquella casa en ruinas circulaban las ratas sobre los pies descalzos de los niños. La mujer se llamaba Mariana. Era de noche. Olía a mierda mientras el hombre ejercía su derecho. Ahora tomar una fotografía es trivial, quitarse un trozo de pellejo de una uña, limpiar el borde de una taza, llamar a uno de esos servicios de comida rápida. Ahora nos sumamos a buenas causas cada cinco minutos, en el día de algo. Las voces de los sabios se pierden entre el barullo de los necios, las pantallas se llenan de mensajes.
Es un hecho que mi alma tiene un acuerdo espiritual de magnetismo con vidas rotas.
Aquel día comí una insalatina di funghi y lasagne verdi en Osteria dè Poeti. Cómo no. Con ese nombre. Y luego caminé, como siempre, hasta Santo Stefano. El espacio es rosa, como los ladrillos de la fachada de San Giovanni in Monte. Y me senté en esa plaza, mi centro del mundo. Lleno de templos. Dicen que llegó a tener siete. Leo un rato sentado en los escalones del antiguo palacio Isolani, que ahora es un centro comercial donde puedes comprar zapatos, cuadros o raviolis. El sol del invierno hace bailar las letras. Me pregunto para qué hago fotografías. Qué intento saber. De noche, en la habitación, pasan sobre mis ojos como sombras. Un insecto pelea por escapar del envoltorio de cristal. Oigo a Claudia cantar en la ducha. Gira, il mondo gira nello spazio senza fine. Quisiera borrarlas y no puedo. Se niegan. Aparecen como rostros hermosos y queridos, se mezclan como los haces de luz de la torre Asinelli, como las voces que brotan de sus piedras.
