Yo, que no sé nada, sé que mis ojos están abiertos, porque las lágrimas no dejan de caer.
Samuel Beckett
Después del varapalo que ha sido el despido de Manolo, vuelvo al curro con la mandíbula tensa, como un perro saturado de realidad al que le va la vida en mostrar los dientes. Vivo en conciencia de privilegio, pero bastante machacado de un tiempo a esta parte, a decir verdad. Siento el tsunami de mierda e indiferencia alcanzando esta orilla, asombrado una vez más del modo en que la fotografía asume el control en su exquisito sistema de compensaciones. Como revelación. Como agitadora de conciencia. Como la cuchilla afilada dispuesta a rasgar la ceguera.
Mi ojo es como el ojo ante la navaja del Perro Andaluz. También el ojo que mira al ojo ante la navaja del Perro Andaluz. Se me ocurre que el gran cínico, ateo por la gracia de Dios que era Buñuel, sabía perfectamente con qué magnitud de surrealismo íbamos a lidiar.
Ahí va el dedo nervioso, buscando el clic como una droga, ante la perspectiva de compensar mierda metafórica con una cura de mierda real: aquella en la que se ve forzada a vivir la gente en los campamentos de pobreza en el cinturón de esta ciudad. No hay que ir muy lejos para estar en una situación análoga a la que nos muestran las ONG en el cuerno de África. Pero como no se arrastran escuálidos por tierra partida su estatuto de dignidad parece mayor, cuando en realidad no lo es.
Padezco masoquismo fotográfico: me quita angustia arrancarle luz a la oscuridad. De otro modo, creo que tal y como están las cosas, muchos días ni me levantaría de la cama. Necesito volver a ver a Vasile y a Diego. Estar ahí. Igual que necesito volver a Emilia Mora. Conecto a Manolo, con Emilia Mora, por el juicio de Camps. La mente me va cada vez más deprisa. Necesito volver a los que he fotografiado en la aspereza de la vida. Necesito decir «no sólo vine a sacarte la foto para ilustrar un titular, es que me importas. Tal vez olviden mi foto, pero me niego a olvidarte a ti».
Repaso el texto. Lo de Manolo no deja lugar a un discurso optimista, por lo visto. Lo de los campamentos, menos todavía. Lo de Emilia siempre me hace llorar.
Antes, unas fotos a Michelle Jenner. Ojos azules. Hermosos. Un aura de niña traviesa, una pizca de Lolita sin Lolita. Hotel de lujo. Esa voz, ese olor a hierba y sonido de vacas en un episodio de Todas las Mujeres, con Eduard Fernández. ¿Quién dijo actriz de medio pelo?
Del lujo, los ojos azules y la celebridad, al albañal y los ojos azules de quienes la mayoría olvidará el nombre.
Una lectora comentó bajo el primer reportaje que le alarmaba la falta de comentarios.
No tengo un buen día. Ya lo sé. Pero ¿cómo tenerlo?
No es un día de pena, sino de estupor tirando a mordida.
Mastico gominolas (disipo la rabia) mientras descargo la tarjeta. Hago inventario de la hermosura, a pesar de todo.
Pienso en Manolo y en Emilia. Todos mis amores a primera vista. Endulzo las venas en el alivio de estar en la delgada línea roja, justo donde mi alma siempre me ha querido: aterrado, arrasado, vulnerable, enamorado, poseído por la maravilla o el enojo.
Los ojos azules, todos tan limpios, han salvado el día y me han salvado a mí.
Una respuesta a «Ojos azules»
[…] en un solar polvoriento, entre maderas, basura, bolsas y miseria. Ya me reciben con una sonrisa. En especial Vasile. No habla casi nada de castellano ni de otra lengua que no sea el rumano, pero no…. Desde el primer día, en el que me empeñé en estrechar su mano sucia como señal de respeto, nos […]