Resulta paradójica esa deferencia con los símbolos acompañada de ese desprecio con lo simbolizado; cada vez más presente en nuestras calles, pobladas por figuras que se retuercen con el dolor del hambre, de la soledad, del desprecio; seres humanos que ven pasar desde sus hogares de cartón a muñecos cubiertos de lujosas telas sobre plataformas labradas en oro y plata, objetos inertes que reciben atenciones de todo tipo sin condiciones.
A menudo renuevan sus lujosos vestuarios con nuevos y valiosos bordados, duermen a cubierto del frío y del sol y su piel de pintura, falsa y fría, se protege y se limpia como si fuera capaz de sufrir escalofríos o de poblarse de sudor.
Corren tiempos de falsedades (esto no es nuevo). Los viejos mecanismos para controlar las voluntades humanas se solapan con los nuevos hasta lograr que las viejas mentiras y las nuevas formen un todo indisoluble, hipócrita, autocomplaciente, monolítico.
Le llaman fe (cuando la fe es algo sagrado, en especial la que cada uno ha de tener en sí mismo) a una representación beata del vacío, a una lucha por la escala social, por un lugar en la función, por una lujosa mantilla.
Mientras, en este Estado laico que nos ha tocado sufrir, las televisiones alternan las imágenes de esculturas sangrantes de la Semana Santa con las de barrigas que se rellenan de cerveza en la playa más cercana. Si se diera el caso, porque este año también los fieles de la cofradía del chiringuito han visto frustrada su procesión a causa de la lluvia y el frío.
Mientras, en las altas esferas compiten por remodelar un gobierno que está más muerto que muchos de los pasos que han desfilado por las calles estos días y que, a diferencia de ellos, no resucitará en la madrugada del domingo. Ni en la del lunes. Ni en la del martes.
Ellos también han creado sus propios símbolos y su falsa fe.
Ajena a la realidad y al dolor de los vivos que, a diferencia de las estatuas, gritan y huelen mal.