Sudor, tinta, dolor y ojos enormes.
A un tatuaje sigue otro.
Empieza como un pequeño recordatorio de algo importante y sigue como un atisbo de proyecto artístico o identitario.
Las posibilidades son tan amplias como los dos kilómetros cuadrados de piel (promedio). Teniendo en cuenta la envergadura de algunos de los lienzos, seguramente más. Si se acaba el lienzo, se borra el tatuaje y empieza la fase auto-pentimento.
Las chicas que veo no son Kat Von D, hay algo más de ingenuidad en ellas, más de ir con su hombre o contra su padre. Ciertos calzados y calcetines evidencian un cortocircuito de intenciones: del manga a un maratón de Sons of Anarchy. Necesidad de aprobación, sobre todo, miradas de andar muy perdidas. Miradas de desafío a la autoridad.
Los artistas no trabajan como los maestros del Horimono japonés. Hay hombres que claramente vienen porque el tatuaje es en lo único que pueden parecerse a Beckham. Veo conatos de maorí, estampitas y calcomanías para elegir -después de todo es permanente y conviene tenerlo claro-. Un cierto hacinamiento. Noto la falta de oxígeno, aunque el lugar esté ventilado y cumpla las normas de higiene y sanidad.
Los guantes de los tatuadores tienen un algo de látex de cueva sadomaso, y un rastro pandillero, pero como periodista no me animaría a asegurarlo. Algunos duermen el dolor y no es extraño, una vez cruzado el umbral de la costumbre, cada pinchazo y chorro de negro es como un micro-chute de heroína.
Algunos se tapan el rostro para que no les vean llorar sin querer. Hay una chica de increíble dulzura, con piercing, y perfecto delineador de ojos de gata. Tiene todo el aspecto de ser de esas que recogen gatitos, borrachos y casos perdidos del portal.
Se les ve bien juntos, pero también no revueltos. Cuando pasan los minutos, empiezas a ver el diorama de familias deshechas, de exilios forzados, de una falta general de algo y todo. Veo gente corriente intentando no serlo. Veo una generación jugando a Memento sin darse cuenta o viendo demasiados realities de tatuajes americanos. Pero sobre todo, una persistencia en el buscar ser distintos, en ese bulto plano que nos engulle, en un momento que nos engulle, en el que ya no suena Antonio Vega cuando sales de un garito con dos birras de más a las mil, haciendo lo posible por llegar a casa y no tener que mear en una esquina o por no echar la pota en un lugar poco oportuno. Esa soledad es la que comunican. Esa soledad de ¿qué coño hacer con mi vida?. Una decisión entrañable de diferencia, de arrimo, como de cachorros en una camada, ansia de pertenencia.
Así están. Apiñados. Así convierten su pellejo en el mapa de todas las cosas. Así se escarifican y perforan. Son expositores andantes de ‘aguanto el dolor’ y ‘que os den’. Si busco los ojos, entiendo tanto, y tanto a la vez. Los tatuajes desaparecen, los cuerpos también. No ves delgados ni gordos. Ni altos ni bajos. Los gritos dibujados te ensordecen antes de que saques conclusiones.
Pero también me pierdo un poco. En ellos. En lo que no encuentran, que he de decir o más bien sospecho, que es lo que andamos buscando todos.
A gatas, a tientas, en círculos.