Vuelvo al asunto de la muerte, a la cuestión del dolor y la conciencia. Somos, los humanos, los únicos que sabemos acerca de nuestro fin. Y ese conocimiento se resume en no poseer noción alguna sobre él; ni cómo, ni cuándo, ni dónde. Trato de hallar mis propias palabras. Pienso en la voluntad de morir y en la naturaleza de la crueldad. Apoyado en el burladero frío del fotógrafo trazo un punto de vista sobre la apariencia de la sangre y la dureza del acero. Aquella sensación de la que hablaba Proust al inicio de Albertina desaparecida cuando ella le abandonaba y experimentaba, además, que ese abandono era verdad. Veo pasar animales, desfilar humanos embutidos en sedas lujosas, hombres de hermosas y horrendas fisonomías; el frío y el viento levantan el albero. Me pregunto qué estoy viendo y para qué, qué muestro y qué no. Soy un testigo decidido a no colaborar ni con la justicia ni con el reo, a quebrar ese movimiento pendular de espectadores/detractores alimentados con clichés. Corto a mi antojo. Enseño lo que me da la gana sin importarme otro matiz que el de la realidad cruel, no por dolorosa sino por cierta. Críptica como mi cerebro, como una secuencia de Fibonacci lista para nunca ajustarse a lo previsto. Fuerte e incontrolable.