Rasgos distintivos

Nada existe que escape a la transfiguración.
Clarice Lispector

Los girasoles en Moixent. A menudo tengo presente a Berger y desde que murió, como un extraño recordatorio incrustado en mi mente, sus palabras vienen a mi pensamiento. Es un resorte inevitable, instantáneo, al ver un paisaje alejado de la urbe o a un ser humano que trabaja con sus manos. Hay tantas ideas, pero tal vez, en este momento, me quede con la primera: «What makes photography a strange invention – with unforeseeable consequences – is that its primary raw materials are light and time». He dedicado tiempo a estudiar la luz, a intentar comprenderla, hasta volverme loco con los cuantos y los fotones, con su naturaleza caótica; hasta llegar a ese punto donde fracasaron Newton, Planck y Einstein. Hasta renunciar al color y a cualquier respuesta.
Antonio y Paco. Creo que están bien definidos aquí, ese matiz travieso de Rovellet, esa mirada ausente de Genovés. Diría que el mayor piensa en el mañana y el más joven en el ayer (pero es una impresión subjetiva). Acercarme a la pelota valenciana es una de las mejores decisiones a las que me ha llevado la curiosidad. Esta es una pareja de héroes menores, si se les mira desde lejos, o admirables en la corta distancia. Se dedicaron a un deporte que no mueve millones, algo que hace un tiempo me parecía frustrante y ahora comienzo a entender como una ventaja íntima.
Cuchillo. Hay tres elementos en esta imagen: uno es la tensión, la contención de una fuerza en espera; el segundo es que evoca instantáneamente un rostro que no está presente. El tercero es que causa repulsión/atracción. Me gustaría añadir, sin ser pedante, que se trata de un ejemplo preciso para explicar en qué consiste una buena fotografía.
No recuerdo su nombre, lo apunté en un papel que perdí en una de esas limpiezas de hojas con notas. Es un animal hermoso y tranquilo, cariñoso; se restregaba con placer en la palma de mi mano, o eso me pareció. Nunca entendí muy bien el lenguaje corporal de los caballos, y eso que me crié con uno, el Rubio, un poco áspero pero de buen corazón, como tantos seres al margen de su especie. Pero recuerdo el tacto de este lucero y mi pensamiento al fotografiarlo. Porque ando escribiendo para un libro y tenía que tomar la decisión de incluir o no a los animales, una obviedad (la de contar con ellos) en la que caí mientras me miraba.
Danza. Pensé en una figura de terracota. Una pieza inmóvil y fría, aunque dotada de cierta expresividad. Una pieza muy antigua, unos 4.000 años A.C., una de esas figuras  con las que ilustran los libros los orígenes de la danza. No veía muy bien con esos grandes focos enfrentados a mis pupilas. Este oficio me obliga, o me lleva, a construir iconos cuando siempre trato de esquivarlos. A las distopías, una fallera en un escenario de ópera transformada en diosa. Tal vez. Nunca tengo claras esas cosas.
Muro de metal. Me fascina el poder de la imagen más allá de aquello que intento construir. La fuerza que brota (esto suena ampuloso) cuando no hay palabras, cuando solo yo sé de qué se trata, de qué va, qué hay detrás y qué ha de venir. De modo que el silencio es obligado.
La playa. Ese día me lesioné la rodilla derecha contra una roca. Cruje cada vez que subo un escalón, emite un sonido que definiría como imperfecto, causado por un cartílago que ni está roto ni está intacto, que se halla en la transición, como las gotas de agua deslizándose sobre la piel.
Cabanyal Fotografiar sin ser visto. Sin querer ser visto.
Día de Navidad. Mi intención era fotografiar las gotas de resina brotando de los anillos sin vida de los troncos. Y lo hice (creo que es una imagen hermosa, aunque no le muestre ahora). El hombre dormía, podrían ser los excesos de la noche anterior o las carencias de toda una vida. Su cabeza oculta en la sombra transformaba su cuerpo en una materia indefensa, en una pieza perdida en un mar de madera húmeda.
No tocar, es escenografía. Pues eso.

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