Saïdia

Una historia sobre la búsqueda de un hijo desaparecido en una patera

Saidia
Saïdia

Son múltiples los usos para las incontables oportunidades que depara la vida moderna de mirar, con distancia, por el medio de la fotografía, el dolor de otras personas.
Susan Sontag, Regarding the pain of others

Llevo a Saïdia a la playa porque quiero hacerle una foto mirando al mar que devoró a su hijo y a su novia hace diez meses. Es una mujer admirable, mantiene la esperanza que aviva el teléfono móvil que sigue dando tono y cuyo número marca cada día con el anhelo de escuchar la voz familiar al otro lado, el sonido con el que sueña cada minuto mientras sigue con el resto de su vida. Ha tenido seis hijos con tres hombres distintos, no es la mujer argelina de los estereotipos, y ahora no puede trabajar porque está a la espera de otra llamada, que le dirá la fecha de ingreso para ser intervenida de los daños colaterales causados por otra operación en la que le extirparon la matriz a causa de un cáncer. Señala con su mano la zona y dice «mala suerte». Habla de un modo conmovedor, atropellado, mientras seca unas lágrimas densas y brillantes y esboza una sonrisa para arrancar la siguiente frase. Antes adoraba el mar y se ponía en bikini. Hablamos de Orán cuando ve mi cara de sorpresa. Y se ríe mientras me cuenta que es como Benidorm y está lleno de discotecas en las que se pueden vivir largas fiestas que acaban al amanecer junto al mismo mar ante cuya presencia tiembla ahora. El azul del mar inunda sus ojos, que diría Germán Coppini . Le gustaba el pescado y dejó de comerlo por temor a que uno de esos peces se haya alimentado con el cuerpo de su hijo. Apunto estos detalles conmovedores, terribles, que se mezclan con lo trivial. El dolor y la felicidad, siempre vecinos de escalera. La playa y la sombra de la larga ausencia. Los nombres de la presencia, Abdelkader, Abedel, Malek, Rayan, Chirifa, Yasmin. El nombre de la ausencia, Ilyes.


 Adoraba el pescado y dejó de comerlo por temor a que uno de esos peces se haya alimentado con el cuerpo de su hijo

Me envía una foto de él junto a una pecera. Apenas queda ese recuerdo. Qué paradoja para un amante del agua y de cuanto habita en ella. También me muestra una hoja plastificada en la que aparece con Fátima. Se iban a casar cuando llegaran. La ropa de la boda permanece guardada en un cajón y no me atrevo a pedirle que lo abra, es una triste representación de una esperanza sin resolver, las cosas que hacemos para, las cosas que hacemos por, esa comida que nadie llega a probar, el libro sin abrir. Lo no dicho. Recuerdo mis propias pérdidas y no sé si sería capaz de hablar de ellas, tal vez el doble filo de la palabra nos asusta ya que lo nombrado vive de algún modo, o al menos se mantiene con una leve respiración mientras se pronuncia. Pero le prometo que si Ilyes llega haré las fotos del casamiento y eso me hará feliz. Y nos abrazamos.

Mientras contempla el agua su hiyab rojo brilla como una gota de sangre recién derramada, a saber dónde van sus pensamientos, sobre la brisa. Tal vez hasta las arenas de Madagh. Ya nadie mira al dolor ajeno a los ojos. Solo aquellos que aman al ser humano que sufre y los animales, que no ponen condiciones y se recogen a un lado para dar calor. Saïdia llora y dejo a la cámara a un lado para contemplar cómo brota la ausencia. Acuden a mi memoria miles de rostros desconocidos perdidos bajo las aguas.


Unos días antes de atravesar el Mediterráneo Ilyes envió a su madre este vídeo. Es el que aparece a la izquierda, sonriente, con una cazadora de piel. Se supone que es la prueba de la lancha que les ha de traer a España, aunque ya no se puede saber si es la misma en la que realizó el viaje o un engaño para obtener el pago por la travesía. Tampoco es posible saber si una vez a bordo de la embarcación los pasajeros son lanzados al mar y abandonados a su suerte.