Se llama Dulce María, según reza en la acreditación que cuelga de su ropa. También dice, en ese momento, que trabaja como cámara en Canal 9, la televisión pública valenciana que ayer murió ante sus ojos, mientras grababa unos planos que contenían el fin de su trabajo. El de hombres y mujeres cabizbajos. Estamos en el pleno de las Cortes Valencianas. Un templo de la frivolidad. Tengo la sensación de que lo que ocurre ante mis ojos no es real, lágrimas, gritos, policías malcarados. Parece un trampantojo que se desvanecerá con un cambio de perspectiva. Desde mi puesto de observación o en el barullo de la calle recuerdo el aroma a madera del Teatro Olímpico de Palladio, esa hermosa obra que el arquitecto no pudo ver acabada, con sus falsas calles que desaparecen en un infinito hipnótico. Deseo huir a ese mundo de bella ficción.

Poco puedo decir, apenas apuntar con mi cámara, incrédulo, impresionado por el hecho de que unas personas obedezcan una orden absurda, aprieten un botón y dejen sin trabajo a miles de personas con una frialdad indescriptible. Pruebo a moverme y siguen en su sitio, no son fruto de un juego de sombras sino seres reales. Hace mucho que no veo la televisión y he de decir, cuando lo hacía, que nunca me gustó Canal 9. Y que aprendí, además, un valenciano más que decente como espectador de TV3. Siempre me pareció, el de los medios públicos que hoy mueren a escasos metros del lugar donde improviso estas líneas, un producto tirando a vergonzoso. Todos lo sabemos y lo permitimos. Fue una obra colectiva. Tantas palabras, tantas palabras. Ese trasto viejo, oxidado, agonizante. Ese árbol sin frutos, tantas veces podado, cubierto de plagas. Esta profesión de roedores interesados y mutantes, acomodaticios, pusilánimes. Este agujero en nuestra memoria. Este momento en el que se consuma y se hace real.

0001

0002

0003

0004

0005

0006

0007

0008

  • 27 noviembre, 2013