Se ha estrenado La Voz y el día amanece con la noticia de que diez años después, los triunfitos se han reunido. Sus tweets eufóricos nos prometen fotos, giras nostálgicas y amistad para siempre. Una jueza asiste a las vistas con su gato. Shakira y Piqué anuncian que van a tener un hijo. De paso, ya que estamos, cambiemos el título de las secciones por Ecos de Sociedad y repartamos anestesia en todas las esquinas.
Tengo cita con David y su familia. Viven en Manises, cerca del hospital donde el célebre doctor Pedro Cavadas reimplantó al niño los dos pies que perdió en un accidente de tráfico.
Son de Granada, están desplazados. Solos. En el epicentro de la zozobra y la indigencia. Han tenido que dejar de trabajar, no pueden pagar el alquiler, les han embargado su casa y el niño lleva cuatro meses en la cama porque la finca carece de ascensor. David pasa las noches gritando de angustia. Nadie en ningún servicio social ha tenido ni la empatía ni la creatividad ni el sentido común suficiente como para ofrecer asistencia a esta gente. La criatura necesita moverse, tomar el aire. Está claramente traumatizado por la pesadilla en la que está atrapado desde que todo ocurrió.
Estoy tentado de dejar la cámara a un lado. Me afecta profundamente, me da pudor sacar fotos. Quiero llorar de impotencia porque cualquier cosa que diga no va a servir para sacarles del atolladero, pero soy el editor gráfico de un periódico y no me queda otra. Intento convencerme de que al menos mi mirada no será la de la compasión vacía. También me digo «para qué engañarme, todo esto ni siquiera tiene a David en cuenta, es simplemente ruido para elevar al doctor Cavadas a los altares de la cirugía de reimplante». Imagino el accidente, la furgoneta abandonando el carril de la AP-7. El ruido. La sangre. El pánico. La confusión. Oigo las sirenas. Las aspas del helicóptero. Después estoy en la piel de sus padres al oír «ha sufrido heridas catastróficas».
Estoy seguro de que Mari Trini y David sienten hacia Cavadas esa gratitud que se tiene ante la intervención divina, que su shock no les permite la clase de escepticismo que ahora me trepa con acritud por la garganta. Porque ha sido tan sólo la primera de quién sabe cuántas dolorosas cirugías y posoperatorios. Me viene a la mente La cuarta mano de John Irving, y la nuca se me eriza como si algo así pudiera pasarle a una de mis hijas. No puedo evitarlo. En esta habitación estoy en las colinas de Guadalcanal, hecho polvo.
Porque vamos a ver: ¿En qué cabeza cabe que se lleve a cabo una operación así sin garantizar que la persona tendrá un lugar donde ponerse en pie? ¿En qué cabeza cabe que te conviertan en sujeto de un largo procedimiento experimental, sin asistirte en lo más mínimo, sin tener en cuenta la incertidumbre, el dolor crónico, las malas condiciones del entorno social para una recuperación, la falta de un sistema de apoyo? Me trago la rabia, salgo de ahí. Respiro el aire que ni David ni Mari Trini van a poder respirar en meses, en el caso de que todo vaya bien. Siento como si mi cuerpo estuviera desenfocado.
Algunas almas cándidas creen que elegimos nuestras experiencias antes de aterrizar en medio del caos que es este mundo. Que hemos leído la letra pequeña y firmado el contrato, de todos modos. Que quienes soportan un via crucis son los instrumentos de la lucidez ajena, vehículos de empatía en una sociedad anhedónica, alexitímica e insensible. El recordatorio de que damos demasiadas cosas por sentadas y padecemos de ingratitud. Ojalá tengan razón. Hoy quiero creerles. Le daría algo de sentido a esta historia.
Sigo con el corazón en un puño. A mí qué cojones me importa que los triunfitos se reúnan o que se haya estrenado La Voz o la maternidad de Shakira. A mí qué cojones me importa.
Una respuesta a «Traumatismos»
Txema, puedo comprender tu frustración, pero créeme que retratar a esas personas y sus circunstancias tal y como son, en su realidad, es lo mejor que podías haber hecho.
Una vez más, me dejas sin palabras.