Escribir percepción puramente visual es escribir una frase desprovista de sentido. Como un por supuesto. Pues cada vez que se quiera hacer a las palabras un verdadero trabajo de transbordo, cada vez que se les quiera hacer expresar algo que no sean palabras, se alinean de manera que se anulan mutuamente. Es, sin duda, lo que le da a la vida todo su encanto.
La peinture des van Velde ou le monde et le pantalon
Samuel Beckett
Estoy sentado en una roca resbaladiza, el agua me traspasa los pantalones y aprieto con fuerza los dientes mientras mi tío Miguel intenta extraer el anzuelo clavado en mi dedo índice.
O en el borde de aquel enorme agujero donde iban a cimentar un edificio, aquel día inundado por la lluvia, transformado en un lago navegable sobre el que dejamos flotar a Pablito, inmovilizado sobre unos tablones de pino áspero por el contacto con el cemento. Y luego aguantando a su madre con la monserga de que hacíamos eso porque era enano y no se trataba de ese asunto, sino de que era un cabrón (tal vez por su estatura, es cierto) y se pasaba el día escupiendo a las chicas.
O en casa de la Carmen un día que me abrí la crisma contra un coche de la policía a causa de una mala frenada con la bici.
Estoy en la cama de un hospital y abro los ojos pero solo veo por uno (me hago a la idea de ser tuerto para siempre envuelto en las penumbras de la anestesia). Mientras, al fondo del párpado, a lo lejos, enmarcado por la sombra de mis pestañas, asoma la cabeza de mi padre con expresión compungida. El médico le explica todo lo que han tenido que hacer para que no perdiera el ojo y, luego, para que no se notara que estuve a punto de perderlo tras aterrizar con él en la pata metálica de banqueta que mi hermana puso del revés para jugar a la goma. Con lo buen pirata que hubiera sido.
Estoy sentado en la cocina cuando suena el teléfono y es la madre de Juanito para decir que se ha muerto de la leucemia.
O en la tienda al lado de la catedral donde me venden el regaliz rojo en cajas grandes, de una en una, en las que gasto todos los ahorros, para correr a esconderlas al fondo del armario, bajo las cajas de zapatos, junto al libro de Susana Estrada que un día encontró el padre Damián. Ahora me da la risa, aunque se trató de algo muy serio, un asunto que por primera vez en mi vida puso el foco público sobre mi persona toda vez que me negué, soportando sin pestañear todo tipo de castigos y humillaciones, privaciones de libertad, recreos, comidas y sueño, a delatar al compañero que había traído el libro (tanto dolor para nada, ahora ni recuerdo quién fue). Porque la situación era la siguiente: Salvo el padre Damián, un sádico fundamentalista del crucifijo, nadie creía que yo fuera el autor material del asunto Estrada, aunque intentara poner rostro de malvado en los interrogatorios y hacerme el maduro. Estaba muy lejos de alcanzar mi primer orgasmo. El resto de fuerzas de la sotana se movilizaba a mi favor, cada uno me quería para su causa. Al padre Javier le interesaba mucho mis opiniones infantiles sobre Tomás de Aquino, el padre Mario estaba prendado de mi voz de solista que despertaba lejanos suspiros en las misas de los domingos y, por su parte, el padre Julián se había empeñado en convertirme en pianista y siempre andaba reclamándome y quejándose del tiempo arrebatado al solfeo, las escalas pentatónicas y las digitaciones. De modo que acabó interviniendo el padre superior para determinar que aquel libro pornográfico había sido dejado en mi armario por alguno de los mayores con un claro afán perversor que, tarde o temprano, sería descubierto. Y ahora, resulta paradójico, no recuerdo la identidad del compañero al que protegí.
Había en el patio, compuesto por campos de fútbol de tierra más o menos grandes, enormes hormigueros que saltaban por los aires tras la explosión de un petardo.
Había un viejo cementerio con panteones ocupados por cuerpos de ciudadanos ilustres de largos apellidos, bajo lápidas de mármol blanco con largas listas de nombres de seres atrapados en las sombras. Los imaginaba intentando levantar las piezas cuadradas de piedra adornada por cruces y coronas, rodeadas por setos de boj, bajo cipreses fuertes de un verde oscuro casi negro. Saltábamos el muro caído en varios lugares y, en ocasiones, hallábamos huesos de todo tipo, tal vez de algún marqués o de un duquesa caída en el olvido. Jugábamos, eso es todo.
Había un pantano en el que me ahogué.
Estoy de rodillas, arqueado sobre el suelo. Llevo unos zapatos negros y brillantes. Unos calcetines de color granate, un pantalón corto, gris. Un polo heredado de un extraño color butano desvaído con los líneas amarillas en el cuello y las mangas. Va ganando la carrera un ciclista que viste un uniforme parecido al mío, aunque lo que llevo no corresponde a ningún equipo o colegio. Es una figurita de plástico que mi mano adelanta al resto del pelotón, sobre el que tengo un poder absoluto, y al que voy desplazando sobre las resbaladizas baldosas de la cocina a mi antojo. Decido dónde y cuándo comienzas la carrera y en qué punto, lo más habitual era una imaginaria meta delimitada por el final del terrazo y el inicio de la madera, bajo el dintel de la puerta. Al cruzarlo siempre era yo el ganador, quien alzaba los dos brazos y agachaba la cabeza (hay que se humildes en la victoria) para luego recoger el ramo de flores y besar a las chicas mientras sonaba un himno imaginario, una mezcla de acordes de varios países.
Me pasaba las horas recortando todo tipo de figuras con una precisión impropia de mi edad. Tendría cuatro años y una destreza maravillosa para seguir con las tijeras el contorno de todo tipo de animales y objetos, para no irme ni un milímetro de la línea marcada, la fina marca que separaba el cuerpo del papel blanco, para separar y dar vida a aquellas figuras. Ahora solo recuerdo a un rechoncho tigre de Bengala y una pantera negra que se movía con elegancia hacia el lado izquierdo de la hoja.
Estoy debajo de la mesa, tumbado, como un mecánico que se afana en arreglar un vehículo averiado. Voy tomando trozos de hilos, alambres, chinchetas, chapas y clavos con los, ayudado por bolitas de plastilina, construyo un motor imaginario, un entramado de tubos, válvulas, pistones y reguladores.. Al fondo, desde el transistor que descansa en una repisa adornada con un bordado de tela amarillenta, suena la dulce voz de Jimmy Fontana
…Gira, il mondo gira
nello spazio senza fine
con gli amori appena nati,
con gli amori già finiti
con la gioia e col dolore
della gente come me…
Luego, la radio anunciaba el inicio de Lucecita.
Alguna vez me he referido a aquellos días, aunque de pasada, por alusiones a los viejos de mi barrio. Hace muy poco hicieron un homenaje a los cinco muertos y a los cientos de heridos, comenzaron a hablar de reparar los daños causados aquel 3 de marzo de 1976. El tiempo de los perdedores es tan lento como veloz el de los poderosos. Estaba apoyado en la pared del portal, con Juanito y creo que Diego. Nadie se fijaba en nosotros, a fin de cuentas éramos unos adolescentes confundidos en la batalla, en el humo, en el sonido de los disparos.
Esta es la transcripción de las conversaciones entre las patrullas responsables de la carga en la iglesia, según las grabaciones existentes de la Banda de Radio de la Policía:
«V-1 a Charlie. Cerca de la iglesia de San Francisco es donde más grupos se ven. Bien, enterados».
«Charlie a J-1. Al parecer en la iglesia de San Francisco es donde más gente hay. ¿Qué hacemos? Si hay gente ¡a por ellos! ¡Vamos a por ellos!»
«J-1 a Charlie. Charlie, a ver si necesitas ahí a J-2. Envíalo para aquí para que cubra la espalda de la iglesia.»
«J-3 a J-1 Estamos en la iglesia. ¿Entramos o qué hacemos? Cambio».
«…Entonces lo que te interesa es que los cojan por detrás. Exacto».
Entrada a la parroquia de San Francisco de Asís.
«J-1 a J-2 Haga lo que le había dicho (acudir en ayuda de Charlie a Zaramaga). Si me marcho de aquí, se me van a escapar de la iglesia. Charlie a J-1. Oye, no interesa que se vayan de ahí, porque se nos escapan de la iglesia. …Mándennos refuerzos, sino, no hacemos nada; sino, nos marchamos de aquí sino, vamos a tener que emplear las armas de fuego. Vamos a ver, ya envío para allí un Charlie. Entonces el Charlie que está, J-2 y J-3, desalojen la iglesia como sea. Cambio. No podemos desalojar, porque entonces, entonces ¡Está repleta de tíos! Repleta de tíos. Entonces por las afueras tenemos Rodeados de personal ¡Vamos a tener que emplear las armas! Cambio. Gasead la iglesia. Cambio. Interesa que vengan los Charlies, porque estamos rodeados de gente y al salir de la iglesia aquí va a ser un pataleo. Vamos a utilizar las armas seguro, además ¿eh?. Charlie a J-1. ¿Ha llegado ya la orden de desalojo a la iglesia? Si, si la tiene J-3 y ya han procedido a desalojar porque tú no estabas allí. Muy bien, enterado. Y lástima que no estaba yo allí».
«Intento comunicar, pero nadie contesta. Deben estar en la iglesia peleándose como leones. ¡J-3 para J-1! ¡J-3 para J-1! Manden fuerza para aquí. Ya hemos disparado más de dos mil tiros. ¿Cómo está por ahí el asunto? Te puedes figurar, después de tirar más de mil tiros y romper la iglesia de San Francisco. Te puedes imaginar cómo está la calle y cómo está todo. ¡Muchas gracias, eh! ¡Buen servicio! Dile a Salinas, que hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Aquí ha habido una masacre. Cambio. De acuerdo, de acuerdo. Pero de verdad una masacre».
Estoy sentado en el borde del acantilado, con los pies colgando sobre el océano. A lo lejos aparece la tenue curva del horizonte y de vez en cuando una barca de remos que se acerca al puerto con precaución, a una prudencial distancia de las rocas en las que rompe con violencia el Atlántico. Me conocen, son hombres y mujeres que levantan una mano para saludar al niño ensimismado por el ritmo del agua y el sargazo. Ocupo un hueco exacto para el tamaño de mi cuerpo, un sofá de granito con vistas, desde el que sueño con las costas de América a las que llega este mismo líquido azul y salado cuyo ritmo me tranquiliza, cuya sal noto en los labios, transportada por el viento, tenue y exquisita como los pequeños peces escondidos en las pozas. A veces me llevo un libro o el periódico que robo a un vecino sin que él lo sepa (mi prima Mercedes reparte el correo y tomo prestado el diario por la mañana, cuando llega a casa, andando desde La Guardia, con su bolsa llena de cartas y papeles. Hasta media tarde no entrega el diario, envuelto en una delicada faja de papel que retiro y vuelvo a colocar sin dejar rastro). Es la suscripción al ABC de un militar retirado que vive cerca de la playa. Con el tiempo me doy cuenta de que me lo llevo más que nada por el olor de la tinta impresa y lo devuelvo al montón del correo sin abrir.
Van probando conmigo en todas las posiciones posibles. Muy lento para ser delantero, muy despistado para en el centro del campo, poco violento para la defensa, demasiado miope para ser portero. Solo juego bien si estoy furioso y eso resulta complicado porque me importa una mierda esto de ir dando patadas a un balón. Pero este año no hay escapatoria porque somos once y hacen falta once, de modo que se pasan el tiempo metiéndose conmigo, con mis fallos, mi falta de interés y de reflejos, hasta hallar el punto en el que despechado y lleno de ira mis músculos se tensan y, entonces, no hay defensa, central, delantero, portero o cristo que me pare y juego como nadie de ellos lo habrá hecho nunca y marco goles imposibles y hago regates de otro mundo y también arreo patadas paranormales que acaban conmigo sentado en el banquillo, con la piel sudada y fría, los ojos irritados por la presión. Las manos temblorosas. El silencio, de pronto.
La vi por primera vez en la parada del autobús. Todos los días nos llevaba al instituto a primera hora de la mañana y nos devolvía a media tarde al pueblo. Corella-Alfaro, ida y vuelta. Se llamaba (espero que se siga llamando) María Jesús. Tenía el pelo largo y moreno recogido en una coleta sencilla, la piel clara, un vestido gris muy por debajo de las rodillas, probablemente heredado de una hermana mayor, y unos preciosos ojos negros. Tarde mucho tiempo en dirigirle la palabra, tanto que fue tarde, y no pude parar durante mucho tiempo de sentir remordimientos por mi timidez. Sé que a ella le gustaba, pero además de mi vergüenza injustificada una extraña confabulación nos impedía estar juntos. Su hermano vigilaba siempre de cerca, no íbamos a la misma clase, vivía fuera del pueblo y su padre era un policía con malas pulgas. Bueno, eso y que yo estaba en un seminario.
El héroe lleva flechas, es apuesto y elegante. O es un pirata valiente, o un hombre bueno y malo a la vez, o un crío, o un grupo de niños, o un personaje que oye voces. Una pila de libros se acumula apoyada en la pared, otra pugna por entrar bajo el colchón ante la desesperación de mi madre, que no entiende que en una casa hay más tomos que espacio disponible en las estanterías, que hace cálculos sobre el tiempo que habrá de emplear limpiando el polvo e intentanto ordenar por tamaños toda aquella literatura. El héroe es capitán de un barco, o poeta, siempre renuncia a su comodidad por unos principios inquebrantables, o está loco pero su demencia inspira ternura y compasión.