Dondequiera que llores
estaré yo…
Duelo. Canto quinto. Thomas Bernhard
Al caer. Al llegar al fondo, al oscuro espacio donde los sonidos vibran amortiguados por el agua, el cuerpo emite una última señal. Un aviso, apenas un destello. Notas el oxígeno arrastrándose por los alvéolos, la sangre haciéndose espesa. En ese lugar sin luz todo es blando e irrelevante. Te estás yendo. Estás fuera. Ves rostros de personas queridas pero apenas recuerdas sus nombres. Al caer, al llegar al fondo, tu respiración escapa de los tejidos, se inflaman las yemas de los dedos, la piel se endurece y flotas sobre una superficie rugosa y suave a la vez. Ves tu cuerpo, y las cosas, y los perros, y los pájaros, y los niños, y tus primeros pasos, y el vientre de tu madre, y el de las mujeres amadas. Y dices adiós a la carne, a esa carne, para siempre.
Al caer, si has caído, lo sabes.
Al llegar al fondo.
Sin embargo, a veces, ocurre el milagro. Y aparece alguien como esta mujer de la imagen. Se llama María. Aunque para mi siempre será Marieta. Ahora embarazada de muchos meses. Es un niño. Todavía no tiene nombre. Ella recogió lo poco que quedaba de mi y lo mantuvo con vida. Lo que le debo no se puede pagar.
Apenas me acerco con este retrato. Es el primero que le hago. Siempre quise hacérselo. Y darle las gracias.
De esta manera.