En definitiva: la irracionalidad siempre logra expresarse, tal vez porque el término irracionalidad es incorrecto para definirla.
Robertson Davies, El quinto en discordia
La historia de Emilia es de sobra conocida. La de una mujer traumatizada por una muerte, la de su madre, de la que no habla. Que se equivoca con hombres que la maltratan y la dejan embarazada en dos ocasiones. Que un día encuentra una tarjeta de crédito y, necesitada de dinero, acude a un supermercado a comprar con ella pañales y comida. 193 euros que casi la conducen a la cárcel, de la que se salvó gracias a un indulto. En Requena, a una hora corta en coche de Valencia, no hace frío esta mañana. Al menos no al mediodía. No en esta casa humilde y de techos bajos y dinteles en los que golpea mi frente. Una tele enorme y borrosa vomita la basura habitual. Emilia tuvo sus horas de fama, aunque no pidió compensación. Una pecera muy poblada, un par de perras, Tana y Linda, unos guantes de boxeo, un carro de la compra, un bote de tabaco barato de liar, una estufa que arde. Así es más o menos la escena.
Juego con la pequeña Samira. Se parece mucho a su madre. La fotografío aunque sé que nunca podré mostrar su rostro. Me enseña como se peina y después le pone un lazo a la perra. Los silencios son muy largos en esta casa en la que nadie tiene trabajo. La vivienda es del padre de ella, que ahora vive en una cabaña, algo así entiendo, para que su hija pueda compartir con su pareja, Javier, padre de la pequeña, y las otra dos niñas (Caty y Montse) un techo algo más confortable. Durante largos segundos solo se escucha el zumbido absurdo del televisor y la voz de la niña. También el sonido de la cámara al disparar. Recorro imaginariamente este espacio vital. Intuyo que a Emilia no se lo han puesto fácil en este pueblo. Recuerdo el primer día que vi su cara asustada, la primera noticia de su drama que luego resultó ser tan notorio, una imagen borrosa captada por Javier con su móvil. A duras penas me dio para ilustrar la información.
La escasa luz. Los silencios. Samira se cansa de jugar y huye a su cuna rota y a ras de suelo, con un agujero grande que le permite entrar y salir sin pedir ayuda, pegada a la cama de sus padres. El domitorio es húmedo y está presidido por una bombilla grisácea. Así es esto del periodismo, pienso mientras cubro con una manta a la niña, contar la vida de gente que no vive. La cría cierra los ojos y succiona el chupete con fuerza. Aunque pronto comienza a llorar porque tiene hambre.
Patatas frítas, no muchas, y unos filetes demasiado hechos. Llegan Montse y Caty del colegio. La segunda es muy reservada aunque en sus ojos brilla la inteligencia. La primera quiere ser periodista, dice. El dinero alcanza para una botella grande de Coca-Cola. No queda Ketchup en la nevera. Pero la vida fluye sin interrupciones, lenta, cálida. Me llega el olor de la leña incandescente en el interior de la estufa. Beso a Montse en la cabeza. Le digo que sea periodista, o lo que le dé la gana. Tal vez toda esta alegría no dure más de un segundo.