La mayoría de mis amigos odiaba a Pink Floyd. Tal vez peco de optimista y eran todos, salvo aquel tipo raro al que conocí en el instituto, uno que se pasaba las clases imitando los dibujos de Moebius, tampoco se puede decir que fuera mi amigo, pero era el único con quien podía hablar de esas cosas, de pasarse las tardes viendo Live at Pompeii . Y ahora, tantos años después, piso aquel anfiteatro por el que resuenan sus notas, bajo las gradas de piedra volcánica. Han pasado dos siglos y una hora en un tren raquítico que rodea el imponente Vesubio desde la inclasificable Nápoles, ciudad para la temo no hallar adjetivos distintos a los tópicos impuestos por los años y la necesidad humana de clasificar todo aquello que le rodea.
Es el caos y también la vida, extraña en ocasiones, de estas gentes capaces de adorar a los cráneos (a algunos de ellos, al menos) de sus antepasados, diezmados por la peste y el cólera, cuyos restos siguen alineados bajo grandes cúpulas excavadas en la toba del volcán, lugar en el que cuentan algunos eran iniciados los jóvenes de la camorra. Unos cuarenta mil muertos te contemplan en ese lugar. Ha pasado media hora larga de camino desde el centro, donde miles de sábanas cuelgan en las ventanas o en la calle. Esta ciudad sucia huele a jabón, a una especie de frenesí lavatorio y loco, como el culto a las almas, a Maradona, o San Gennaro. Miles de motos vienen y van. Aquí tanto ruido, tanto silencio en Pompeya, tanta limpieza en Sorrento, tantos orientales en Roma. Y ahora la montaña y su cráter, el inconfundible perfil de Capri a lo lejos, la oscuridad de los callejones por los que niñas con los labios descaradamente rojos pilotan ciclomotores de color rosa, en los que la vida es un mercado pequeño y grande, un espacio en el que jugar ajenos al paso del tiempo. A los dos siglos, a miles de ellos. A aquel momento en el que sólo hubo un volcán.