Noche del 14 de enero. Encarnación agoniza en su cama del Hospital Militar de Manises ante la mirada de su hija Isabel, en primer plano. Unas horas después fallece.

La muerte de Encarnación

texto escrito el 15 de enero de 2015

Afuera tiemblan un par de bombillas mal enroscadas, una brisa imaginaria las enciende y apaga sin ritmo. En la oscuridad apenas se distingue el viejo perfil de los pabellones del antiguo hospital militar. De uno de ellos, tras dar varias vueltas en la penumbra, aparecen luces y tras una puerta con el pestillo roto un pasillo que da paso a habitaciones ocupadas por enfermos crónicos y de larga estancia. En un extremo un hombre sin pierna charla desde su silla de ruedas con otro con bata y pijama y, en el otro, algo parecido a un pañal absorbe desde el suelo el agua que gotea de un radiador. Las enfermeras van y vienen.

Encarnación respira con dificultad. Se está muriendo, agoniza en presencia de sus seres queridos separados tan solo por una gran cortina oscura de otro paciente que charla animado con sus acompañantes. Diez personas, si me incluyo, estamos en la habitación. Ver morir a otro ser humano es el camino más rápido para cuestionar el sentido de nuestra propia vida. La mujer ya no nos escucha. De vez en cuando le acercan a los labios un trozo de gasa humedecido. Tomo un par de fotografías. En realidad es la misma dos veces y ya no quiero hacer más. Desmonto la cámara, cierro la bolsa; no hay intimidad en este espacio y aunque la hubiera no habría más fotos. Me gustaría poder explicar qué se siente en ese momento a los idiotas que pasan la vida pontificando sobre ética y estética. También a quienes escriben crónicas dramáticas hechas por teléfono.

Camino sobre mi delgada línea roja.

Noche del 14 de enero. Encarnación agoniza en su cama del Hospital Militar de Manises ante la mirada de su hija Isabel, en primer plano. Unas horas después fallece.
Noche del 14 de enero. Encarnación agoniza en su cama del Hospital Militar de Manises ante la mirada de su hija Isabel, en primer plano. Unas horas después fallece.

 

Encarnación tiene varias llagas en el cuerpo. En una de ellas cabe un puño. Al fondo se ve el hueso. Una herida terrible fruto de la mezcla de falta de higiene, inmovilidad y alimentación inadecuada. Ha vivido poco más de un mes desde que sus hijas la ingresaran en una residencia para que estuviera mejor cuidada que en casa. Hablo con ellas en el pasillo, en especial con Isabel. Es cantante, su nombre artístico es Isis. Ya saben que el fin es cosa de unas horas, un día como mucho.

Sus manos están hinchadas y su garganta emite un ligero silbido ronco cuando pasa el aire que ha abandonado los pulmones. Acaricio su frente por primera y última vez, sabiendo que no habrá otra ocasión, en ese momento. Los que se van son bebés en nuestros brazos.

Los vecinos se marchan preguntando cómo está. Y responde un gesto de resignación. Me despido de Encarnación. Su piel es suave. Paso junto al hombre de la pierna amputada y no acierto a abrir la puerta de la calle, donde una mujer discute a gritos por teléfono sobre un asunto amoroso. Al llegar a la esquina un cachorro me mira desde la jaula de una tienda de animales.