Vemos a un grupo de personas a través de los ojos de Pete Souza. Es un buen fotógrafo, es el que nos muestra al presidente del país más poderoso de este planeta en su día a día que en ocasiones consiste en liquidar a seres humanos con un sofisticado mando a distancia. Nada más inquietante que la mezcla de una cámara hábil y un político. Lo sabemos. Lo vemos cada día. Se me remueve el estómago pensando en la labor de Pete, que pasa por ser la envidia de cualquiera por su proximidad al sujeto poderoso, una cercanía falsa (en cualquier modo) pero exitosa, que logra hablagos y destellos.
El objetivo se desplaza. Ahora no vemos a la víctima (ni escuchamos su última voluntad) sino a los verdugos que muestran rostro de preocupación sentados a miles de kilometros de distancia en el despacho desde el que se gobiernan nuestras miserables vidas, nuestras tristes existencias que pueden saltar por los aires como los personajes de un videojuego, sin que podamos saber siquiera si nuestro fin arrancará un gesto a Hillary Clinton que no parezca de sorpresa porque Super Mario no ha logrado en la partida alcanzar una vida extra que tenía a su alcance. Ahora (aunque no es nuevo) solo alcanzamos a ver falsedades prefabricadas mientras nuestros ojos aguardan la imagen del terrorista muerto, la prueba definitiva, el bálsamo que nos permita seguir en nuestro letargo con la conciencia tranquila. Hace tiempo dejamos de ser críticos con lo que veíamos y ahora hemos dejado de serlo incluso con la ceguera, nos basta oir el cascabel que nos indica la presencia del obstáculo. Nos basta una mentira creíble. Y envidiamos a Pete Souza porque estaba allí en vez de preguntarnos qué está haciendo y para qué.