Ves el montón de basura que ahora eres mientras te asomas a la puerta del barracón. Ves que la vida es sencilla al otro lado de los espinos, donde el perro lame agua del charco. Deseas su pelo y su collar para no sentir remordimientos ni frío en invierno. Limpias lo que queda de tus botas podridas por la humedad y las piedras hasta que descubres que frotas unos dedos insensibles al dolor. Ha llegado el camión, como cada día con el crepúsculo, con montañas de cuerpos apenas envueltos en abrigos, confundidos en la bruma del atardecer, revueltos, descompuestos. Son el montón de basura ante el que encenderías un cigarrillo si pudieras, para reflexionar. Pero, claro, hay que renunciar a tantas cosas a este lado de los muros. Y te tocas, entonces, para comprobar que no has engordado durante los últimos días y que, una vez más, superarás la prueba, una vez más.
Qué extraña forma de vida, ante el montón de basura; cierras los ojos y buscas amparo en el recuerdo del aroma de los eucaliptos de donde vienes, como otros lo intentan recorriendo con la memoria la mujer que amaron y que hace días, semanas o meses, llegó en el mismo camión que ahora deja caer, con un movimiento mecánico de la compuerta, a algunos que fueron y ya no son, que ya no sienten, que no saben que sólo son una imagen borrosa en un cerebro. Pero no te viene el olor de los árboles, ni el de la madre, no te viene el mar, ni aquella tarde sobre la playa de grava. Qué extraña forma de vida. Los soldados se apartan para que cada cual diga unas palabras ante la carne muda de los seres queridos, para que comprueben (es una muestra de piedad) que son sus muertos los que han muerto y no otros, para que reconozcan sus manos y sus pies, sus rostros, sus cabellos pegados con barro. No hay órdenes. No hay culatazos. No hay disparos. Es la hora del silencio, el momento en el que se apagan los sollozos y cada cual se enfrenta a lo suyo. Y te tocas, para comprobar que no has caído de la caja metálica del vehículo que tiembla con el último impulso del acelerador cuando se desliza el último resto, la mujer del largo cabello rubio que recitaba poemas. Huesos sobre huesos, su mano derecha ha quedado en una posición cómica, en un último movimiento que le deja la palma sobre las cejas como si temiera ser deslumbrada ahora que no ve.
Qué te creías, idiota. Si un día de éstos, mañana, vas a caer como ella, con lo que queda de tu abrigo de fieltro acartonado. Pasado mañana, o al siguiente. En el momento en el que menos lo esperes pasarás a formar parte del montón de basura sobre el que husmearán otros, del que te apartarán otros, para ver si bajo tu superficie se encuentra alguien a quien amaron. Y te dejarán, como a la mujer del largo cabello rubio en la fila de los que no tienen nada. Como a ella, te pondrán junto a otro muerto sin dueño frente a la zanja húmeda que será tu nuevo hogar. De igual modo, de mala gana, arrastrarán tus despojos hasta el fondo y en ella te confundirás. Hasta ser más nada que nada. Como haces ahora, que tomas la pala que te dan y te encaminas a la fosa. Como haces ahora, que tocas el faro del camión, como cada día, porque piensas que ese gesto te salvará, porque piensas que perderás la vida si dejas de hacerlo. Cada uno el suyo. Algunos cierran los ojos y rezan, pero tu acaricias la superficie brillante y dejas que la luz atraviese la mano, sin sentir el calor que desprende la bombilla, sin oír el grito del soldado que te llama a ocupar tu lugar junto. Coge la pala, imbécil.
Fumarías un cigarrillo, como él, si pudieras. Para filosofar un poco. Lo encenderías para recuperar la esperanza que huyó de tu casa el día que llegaron los militares, cuando mataron a tu madre por asomarse, cuando mataron a tu padre porque no pudo contener su ira, cuando mataron a tu hermana porque era fea, cuando mataron a tu hermano porque era pequeño, cuando mataron a tu perro porque ladraba, cuando te dejaron a ti sin saber por qué y te hicieron subir a un camión como el que ahora se va, como el que se va todos los días a estas horas, escupiendo un nubarrón negro de gasóleo. Lo encenderías para volver unos minutos antes de aquel día, pero no puedes más que llenar la pala con pequeños montones de tierra que han de ocultar de la vista a la mujer del cabello rubio y a los que, para qué contar, le hacen compañía en el agujero. El número es lo de menos. Ya lo sabes. Estás listo. Cierras los ojos y no ves el brezo de invierno sino el matorral quemado, no ves los brotes del aladierno, ni el romero. Sólo el alambre y las torres de los guardias, el camino con huellas borrosas que conduce a los dominios del perro que tanto envidias, la ruta hacia la montaña incierta bajo cuyos pinos quisieras estar, las letrinas apenas sujetas a una estructura de madera, los rostros que ves si abres los ojos son los que ves si los cierras. Sólo eso, mientras intentas repasar como entonces, como te enseñó tu padre, los nombres de las plantas que ahora abandonan tu pensamiento. Sólo eso, la cola de caballo, el pan de cuco, el clavel de pastor, el cojín de monja, la hierba de la sangre, el emborrachacabras. Sólo el alambre y las torres que iluminan la fosa mientras cae la tierra sobre la carne caliente de alguno que pasó la última noche, sobre la que arrojarías el pequeño narciso amarillo que crece junto al camino, sobre la que arrojas tierra mientras el sargento mira su reloj y dice daos prisa hijos de puta, que hace frío.
No te viene el olor de los árboles pero notas el aliento del hombre junto a la oreja, percibes su calor y sigues llenando la pala con tierra de enterrar en la que no nacen narcisos amarillos, con tierra que cae para tapar y para abrir. Ves el montón de basura en que te has convertido por culpa de no sabes qué causa, el montón apenas dibujado en el suelo que ahora serán tus padres y tus hermanos y te preguntas por qué no puedes encender un cigarro, nada más. Y agachas la cabeza que no has levantado mientras arrastras la planta de los pies hacia la puerta del barracón y dejas la pala en el montón donde se dejan las palas y coges el pico del montón de donde se cogen los picos. Qué extraña forma de vida. Se escuchan los camiones bajando hacia el valle cargados con nuevos huéspedes y los gritos de una mujer a la que están violando detrás del almacén.