En un momento mis ojos no pueden más. Es algo parecido a eso que en inglés se llama blackout. No llega ninguna señal a mi cerebro, no puedo fijar la mirada en un punto. En ese instante la cámara pesa como una vieja deuda y busco el refugio de un lugar oscuro, fresco, solitario. Pero resulta difícil. Escribo estas líneas sentado en un rincón impersonal del aeropuerto de Fiumicino, atestado de gentes que van y vienen, mirando de reojo el nivel de la batería. Entrelazo las últimas horas, llenas de agua pulverizada y sonidos durísimos, una transición de días y horas que solo los muy jovenes parecen ser capaces de soportar. Esa felicidad instantánea y superficial, rápida, sencilla, consumible y fácil de bailar como un ritmo antiguo. Esa energía del ahora.
Ese momento en el que nada importa. Solo la llegada del silencio absoluto. Del más absoluto de los silencios.