Todos tenemos alojada a nuestra muerte y nos tranquilizamos con lo que nos inventamos, a saber, que es una figura alegórica que no sale hasta el último acto.
Jean Cocteau, La dificultad de ser
Suena al teléfono y apenas ha amanecido. La voz al otro lado me anuncia que alguien ha muerto arrollado por un coche. Salgo corriendo y deambulo medio dormido por las calles de la ciudad. Una vez más voy a tomar fotografías de una persona que acaba de morir, que hace unos minutos vivía y pensaba en sus cosas mientras cruzaba de forma atolondrada en hora punta. Se llama Isabel y su cuerpo inerte está ante mis ojos mientras el forense lo toca para certificar que no vive. Pienso en una foto que hice de una nube que acariciaba a una farola, era también muy temprano una mañana; era igual de frágil, como la mujer a la que acerco el objetivo procurando que el borde de la sábana o la bota de un policía oculten su rostro en el encuadre. Ojalá pueda irse en la intimidad. Sé lo que piensan quienes pasan a mi lado por la acera, me creen indiferente al dolor.
Todo es tan rápido, tan fugaz.
Unos metros antes del lugar donde me encuentro se hallan los zapatos de Isabel, sobre el asfalto, despedidos por el choque brutal. Podrían ser los de cualquier madre o abuela. Son un poco viejos y están deformados. Es el calzado de alguien que trabaja mucho. Hace unos minutos contenían unos pies que movían un cuerpo que albergaba una vida y ahora están ahí, como un funeral sin pompa.
Un agente los retira y restablece el tráfico. El furgón arranca con el cadáver en su interior.
Cada uno sigue con lo suyo. Otras nubes se mueven y en otros lugares otros fotógrafos estarán yendo a su cita con la muerte ajena. Pienso en la pobre Isabel mientras me tomo un café y una noticia en la radio habla del suceso.
Apenas somos una sombra.