Estas fotografías son maravillosas. Las he tomado estos días en el cementerio de Santa Isabel, pegado a la casa de mis padres, al colegio de mi infancia, a mi niñez y a unas cuantos renacimientos de mi vida. Las fotos me narran a mí. He pensado mucho en el adjetivo de la primera frase porque nunca he sido pretencioso ni he querido parecerlo. Pero en ellas, pobladas de fantasmas, mi especialidad, aparece ese pequeño haz de luz por el que entra una vida que solo yo veo. Algo sin palabras, desnudo, como esas flores blancas golpeadas por un hilo de sol.
En este lugar jugaba y ahora me resulta hostil como una ruptura, amargo como esa última copa cuyo contenido rechaza el cuerpo. Veo a mi padres, ahora ancianos, y presiento esa pérdida. Me acuerdo de Antonio en estos pasillos que fueron el sitio de mi recreo, de aquellas coronas adornando su ataúd en una habitación forrada de mármol. Todo son pérdidas y sombras. Las ocasiones en que he muerto y he vuelto a la vida, fracaso tras fracaso. El terror a perder a tus hijos. Aquello inalcanzable por las palabras pero presente en las imágenes, en mi vida, ahora agraciada con el amor.
Me veo de niño, sin entender la importancia de estas flores, sin saber hablar con mis muertos, también con las partes de mí que ya no existen. Sin saber, como ahora, ordenar las piezas del pasado para construir las del futuro. En un lugar donde ocurren los sueños.
Y ahora la luz disfraza el cementerio, mientras me alejo libre de aquello que no soy.