(a brief rendezvous between a painter and a photographer)
Since everything on Earth is already invented, true genius is a matter of taking a filament of the light lattice, pulling it like if it were a graying hair and redefining (in a philosophical manner, mix and match) it’s whole cosmic meaning. Sean Scully‘s stripes speak loud and endlessly about a lifelong love story with patterns, secret codes and the faithful exploration of human’s most primal needs: understanding, being, thinking, doing, touching… Repetition is only a means to an end: an hypnotic declaration of love to perpetual transformation.
One can tell, just by moving around him, that his energy is torn between two opposite forces: the notion that painting is a dominant medium, enduring the constraints of time and meaning, beyond all intellectual pondering about it and the notion of the deep emotional longing that drives our actions, decisions and interpretations.
A single stripe can kick your rear or be a graceful evertender embrace. You get what you allow yourself to see. His body of work is a wondrous room of mirrors.
He exhibits noticeable irish traits: teasing, sternness and irony.
All of them show up on the surface, but while shooting the session, between click and click («you have taken enough photographs already, haven’t you?») I could clearly feel his inner warmth, genuine curiosity and authenticity as individual, not only as Sean Scully.
Most artists have to ‘perform’ their exhibit tours, and appear inaccessible, untractable, and unreachable up there in their pedestals so high, for us the common mortals.
In many ways, I actually felt that he sensed another artist in the room. And I’m not writing about fame and public recognition, but the receiving of forces to struggle on a canvas or with a heavy digital camera hanging from the neck. An artist is a channel. («Painting is a discipline way superior to photography» he said and I cheerfully disagreed because when I experience a photograph in the becoming, in the happening, I feel literally, indisputably struck by light. And that is my definition of being an artist. Ego is swept by a sudden presence, reorganization of existing materials into a new meaning.
We are not the doers. We are the network of light that allows a download, for the expansion and vastness of potential itself.
And there he comes, this jarring Irish, with his manifesto of light and his increasingly dark stripes, and this humbled photographer who happens to be his fan and doesn’t see him as a second Rothko, but a brilliant member of Paul Klee‘s or Kandinski‘s lineage, gives in to a brief intellectual arm-wrestle on which is more and better, like two men in a pub, fixing all the holly bullshit with a good fight and a Guiness.
I resume my work (I was there as a photojournalist after all, not only as one of his fans) and the meeting feels like the electrified merging of two different ways of expressing the same core intention: taking the words off the equation and hanging around with pure presence. He dreads words when they attempt to be the substitute for an experience that is not possible to describe, but to feel and surrender to. So do I. More than anything else.
We both share a visceral distaste for the telling of stories on, around and about art.
And this is the heartwarming synthesis regarding our encounter: he might appear harsh, but I adore this man. Really.
Sobre el apasionado y volátil organismo llamado Sean Scully
(un breve encuentro entre un pintor y un fotógrafo)
Como todo en el Mundo está ya inventado, el verdadero genio es cuestión de tomar un filamento del entramado de luz, tirar de él como si fuera un cabello cano y redefinir (de un modo filosófico, mezclando y asociando) todo su significado cósmico. Las franjas de Sean Scully hablan alto y sin fin sobre una larga historia de amor por los patrones, los códigos secretos y la exploración fiel de las necesidades humanas fundamentales: entender, ser, pensar, hacer, tocar.
Repetir es sólo un medio para un fin: la hipnótica declaración de amor a la transformación perpetua.
Uno puede darse cuenta, sólo con moverse a su alrededor, que tiene la energía partida entre dos fuerzas contrarias: la noción de que la pintura es un medio dominante que se sobrepone a las limitaciones de tiempo y significado, más allá de cualquier razonamiento intelectual sobre ella, y la noción del anhelo emocional que mueve nuestras acciones, decisiones e interpretaciones.
Una simple franja te puede patear el culo o envolverte con ternura en un abrazo para la eternidad.
Recibes lo que te permites ver. Su obra es una fascinante sala de espejos.
Exhibe cualidades notoriamente irlandesas: la provocación, la aspereza verbal y la ironía.
Todas ellas aparecen en la superficie, pero durante la sesión de fotos, entre disparo y disparo («¿no has sacado ya suficientes fotos?») pude sentir claramente su calidez interior. Curiosidad genuina y autenticidad como individuo, no sólo como Sean Scully.
La mayoría de los artistas tienen que ‘actuar’ sus giras de exposición y aparecer inaccesibles, intratables e inalcanzables en sus peanas para nosotros, el común de los mortales.
De hecho, en muchos sentidos sentí que había notado la presencia de otro artista en la sala. Y no estoy hablando de fama y reconocimiento público, sino de la acogida de fuerzas con las que librar una batalla sobre un lienzo o con una pesada cámara colgando del cuello. Un artista es un canal («La pintura es una disciplina muy superior a la fotografía», dijo, y con humor declaré mi desacuerdo porque cuando experimento una foto en el proceso de suceder, me siento literal e incontrovertiblemente cruzado por la luz. Y esa es mi definición de ser un artista. El ego es barrido por una súbita presencia y reorganización de materiales existentes en un nuevo significado. No lo hacemos. Somos la red luminosa que permite una descarga para la expansión y vastedad del potencial mismo.
Ahí llega, este irlandés seco con su manifiesto de luz y sus franjas crecientemente oscuras y este humilde fotógrafo que resulta también ser su fan y que no le ve como un segundo Rothko sino como un miembro brillante del linaje de Klee o Kandinski, cede al pulso dialéctico sobre cuál de ambas formas es mejor y más grande, como dos hombres en un pub, arreglando el mundo con una buena pelea y una Guinness. Continúo mi trabajo (estaba allí como periodista y no sólo como uno de sus admiradores) y el encuentro se siente como la mezcla de dos maneras distintas de expresar la misma intención esencial: sacar las palabras de la ecuación y ajustarse a la presencia pura.
Él detesta las palabras cuando intentan reemplazar una experiencia que no es posible describir, sólo sentirse, rendirse a ella. A mí me pasa igual. Más que con ninguna otra cosa. Los dos compartimos un desagrado visceral por las historias acerca, sobre y alrededor del arte.
Esta es la reconfortante síntesis de nuestro encuentro: aparenta dureza, pero adoro a este hombre. De verdad.