Me resulta tan complejo recordar el momento exacto en el que los fotogramas de El Séptimo Sello quedaron grabados en mi retina. Yo era entonces un niño. Podría tener 10 ó 12 años. Nunca la ví como una película sino como una sucesión de poderosas fotografías, como un libro cuyas hojas de desplazan a gran velocidad, como una metáfora, una emoción. Desde aquel día sentí un apego especial y sincero por su autor, lejos de intelectualismos e imposturas.
Ya jugué mi partida contra la muerte y, en contra de lo habitual, salí victorioso. No como se entiende a simple vista. La victoria es la vida y la derrota también. Vi, pegado al televisor, atrapado por esta cinta maravillosa, como la razón, el ajedrez, acaba perdiendo. Creemos, como el Caballero, que el conocimiento nos da una oportunidad. Y erramos. Mover el primer peón no acerca al final y, a lo sumo, lo retrasa.
En mi partida también hubo un tablero y lo rompí. Sólo aceptando que no eres nada eres algo. Y creo que entendí a Bergman por primera vez en su bella visión de lo inevitable. Habían pasado muchos años.
Todo lo que he hecho en mi vida ha sido emocional y lo emocional se lo he entregado a mis películas. Pueden crear emociones para la gente que las ve y recibe. Pero no son mis emociones. A veces, incluso pueden llegar a ser negativas. Lo que detesto es la indiferencia. Cuando conozco a alguien que es indiferente me hace sentirme muy infeliz.
Ser o no ser. Entrevista de Juan Cruz a Ingmar Bergman.