solidaridad

Down

Ya no entro en detalles de la campaña electoral. Cada uno tiene su punto de vista. Y, la verdad, es que asisto a este espectáculo con el mismo interés que un elefante a una convención de manicuras. Díganme snob si quieren. Que hace tiempo que ya me da igual todo eso. Ya no entro en que si el Fabra es o no un trincón o que si los otros unos zarrapastrosos del diez. Ya dirán los jueces lo que tengan que decir, que para eso cobran. Hay, en cambio, algo que me molesta profundamente. Y es el uso cursi, descafeinado, así de rollo curita progre o de monja roja, del término solidaridad. Vamos, que cuando uno de nuestros políticos habla del asunto me pongo malo, porque destila ese voluntarismo infantil de las colectas para los chinitos y no deja de ser un recurso fácil, amigable, para el fomento de causas políticamente correctas a las que sumarse o borrarse de manera circunstancial.

Me repelen los solidarios de recursos ajenos. Vivimos en eso que dicen estado de derecho y, por lo tanto, en una organización que sostenemos para que sea justa, no para que reparta donativos a los desfavorecidos. En esa borrosa frontera terminológica en la que nos han envuelto, parece que algunos derechos son una gracia de los poderosos y que las leyes son cuestión de sentimientos. Por ejemplo, los jóvenes no necesitan solidaridad sino pisos baratos y, cuando los reclaman, parecen estar pidiendo un favor; los pobres no precisan de recaudaciones benéficas, las mujeres maltratadas no necesitan héroes que salven sus afrentas. Sólo justicia. Porque la solidaridad es una cuestión privada, personal, moral; no un asunto que hayan de podrir los oradores en un mitin, como si hablaran del amor. Que a eso llegaremos. Nos prometerán amor. Ya lo hacen. Nos jurarán bondad, buenos sentimientos y ausencia de malicia. Es el discurso en el que se presenta a los tarugos como buenos chicos y a los brillantes como seres peligrosos a los que hay que apartar del camino. Es el mundo del tonto útil con el que hay que ser compasivo.

Mejor cada cosa en su sitio. Aunque sea en la cárcel. Donde hay muchos con los que nadie fue justo, pero a los que se prometieron toneladas de solidaridad que se perdieron en algún confesionario.