Es extraño. Cada uno se construye su sendero, es su sendero. ¿Por qué, entonces, los
obstáculos? ¿Llevamos el Minotauro en el corazón, en el recinto negro de la voluntad?
Cuando ordené al arquitecto esta sierpe de mármol era como si previera la irrupción del
cabeza de toro. Y también como si tu barca, ¡oh matador de sueños crueles!, estuviera ya
subiendo el río, toda velas negras, hacia Cnossos. ¿Es que vamos extrayendo el acaecer de
nuestro presente torturado? ¿Edificamos tan horriblemente nuestra desdicha?
Julio Cortázar
Los Reyes (1949)
No dejo de contemplar, aterrado y fascinado a la vez, cómo la estupidez (el Minotauro en nuestros tiempos) devora su tributo de todas las formas posibles.
Una amiga mía dice que cuando me quedo absorto con la mirada en el vacío, estoy meditando. Nos reímos. Tiramos del instante como bien podemos, lo cual últimamente reclama paciencia de santo, o fe, o control de los impulsos. En esencia, es lo mismo: la realidad me recuerda al caracol de piedra que refugia al monstruo.
Me afecta y me hipnotiza el desmoronamiento de la lógica, de la inteligencia, del sentido común y quizá por eso, más que nunca, encuentro alivio en sacar fotos de un partido de pelota valenciana o me veo, por una sincronicidad en la agenda de trabajo, hechizado por un espectáculo como éste, casi minoico, friki a más no poder, incontrovertiblemente nuestro, mediterráneo y arquetípico hasta la raíz.
La historia es más o menos la siguiente: Ramón Soler ‘Majín’, «recortador» de 34 años, muere corneado en Canet d’en Berenguer.
A ‘Majín’ se le honra con un minuto de silencio, en presencia de viuda e hijas. Más tarde se desencajona a los toros que van a lidiar en la Feria de Julio y el espectáculo se ameniza con todo tipo de acrobacias de los recortadores, anillado y una versión Batman y Spiderman del «Bombero torero». Tampoco faltan individuos que sacados de contexto parecen telepredicadores a punto de acceder a un trance divino, enamoradas que no tienen ojos más que para su churri, y la oportuna lluvia dorada de un toro en medio del ruedo.
El tiempo vuela. En conjunto, el absurdo es tanto que hasta resulta tierno. Me rindo ante la realidad extrema, porque de un tiempo a esta parte todo me parece mentira.
Hay algo de Butoh en estas escenas, teatro japonés cañí a mil revoluciones por minuto. Luego nos preguntamos por qué se pirran por nosotros.
Veo juegos cretenses: una versión insolada del Guernica de Picasso. Una luz de oro para el tiempo en un reloj.
Porque soy testigo y capto en el trasfondo la angustia, el terror de la gente (¿quién es el Minotauro? ¿La intervención? ¿Europa? ¿La prima de riesgo? ¿Los que están experimentando con la psicología de la incertidumbre desde el corralito argentino y no han parado, ni pararán?), veo mucho más que una distracción en estos eventos.
Nuestro Cnossos, entre la vieja y la nueva España, llena de de falsas salidas y puertas a ninguna parte, conjura una especie de encuentro con la propia monstruosidad.
Durante ese rato, entre saltos acrobáticos, Ariadnas enamoradas, Teseos, recortadores muertos, viudas desconsoladas, hijas plañideras, arena, vocerío y orines de toro, estoy inusualmente vivo, desdoblado, sobrevolando con la cámara la terca posibilidad de lo que de tan real me arranca por fin una sonrisa de los labios.