Ninguém é mais crédulo que um desesperado
António Lobo Antunes
Vuelvo a visitar al grupo de hombres que vive en un solar polvoriento, entre maderas, basura, bolsas y miseria. Ya me reciben con una sonrisa. En especial Vasile. No habla casi nada de castellano ni de otra lengua que no sea el rumano, pero nos entendemos por gestos. Desde el primer día, en el que me empeñé en estrechar su mano sucia como señal de respeto, nos caímos bien. Algunos no están, otros son nuevos. En especial uno muy nervioso y preocupado por la cámara al que intento tranquilizar diciendo que no voya a fotografiarle si no quiere, aunque no acaba de fiarse hasta que Vasile le explica sobre mi algo que no entiendo.
Hay tres perros, uno pequeño que me cuenta que encontró vivo en la basura cuando tenía el tamaño de un puño, problablemente recién nacido. Me fascina que alguien que apenas tiene para comer se preocupe por salvar la vida de un ser que la sociedad rica considera tan inútil como un resto de comida o un zapato viejo. Está contento porque ha conseguido sacarlo adelante.
En algún lugar cerca de aquí, y en otros lejanos, algunos celebran la suerte de la lotería y toda esa parafernalia de la Navidad. Vicente se arranca a cantar un villancico mientras mi compañero le graba en vídeo. Todo se vuelve extraño e irreal. A unos metros los vecinos pasan andando como si nada, los coches circulan como cada día, los pájaros vuelan igual. Vasile dice que de niño le hubiera gustado tener una bicicleta.
Una respuesta a «Un perro sin nombre»
Me gustó, es que los que menos tienen mas generosos son, especialmente con los animales, sus compañeros, reciben de ellos un calor, una amistad incondicional, carente de ego, que pocos humanos están dispuestos a dar.
Inclinémonos ante la superioridad emocional de los animales.
Vasile tiene un amigo al que no escatima nada, ni siquiera su tiempo.
Esas amistades forjan lazos imborrables.
Ya ves, quien salvó a quien ahí está la pregunta del millón.