Cuando eres niño importa poco lo que los demás opinen de tus lecturas. Mi padre iba los sábados por la mañana al estanco a por su dosis semanal y me traía (cosas del comercio de la época) un libro junto al par de cartones de Habanos. Me gustaba acompañarle, aunque en ocasiones prefería dejarme durmiendo. Uno de ellos, una de esas veces, fue El circo Galliano, de Enid Blyton. Una historia que se salía del círculo habitual de Los Cinco o Los Siete Secretos y en la que el niño Jimmy Brown conoce a una chica, Lotta, que monta a caballos en el circo. No sé cuánto tiempo me pasé, un par de años tal vez, quisiendo ser Jimmy; deseando ver desde la ventana una carpa alzándose en el solar, el delgado cuerpo de una joven amazona con la que unir mi destino a payasos, monos, elefantes y barrocos carromatos que avanzan mirando al sol del atardecer. Ese sueño tan intenso y real de los niños, ese mundo que puedes tocar y ver como las motas que brillan en la luz.
Las figuras circenses han aparecido en momentos clave de mi vida. Los personajes de Bergman que contemplan la partida del caballero con la muerte; Marion, la maravillosa acróbata de Wings of desire; una representación en Benicàssim del Circus Ronaldo, el mejor espectáculo que he visto en mi vida. Tal vez porque ellos son lo que yo soñé cuando me convertía en Jimmy Brown y dejaba atrás la infancia para partir hacia la aventura adolescente. Incluso la nebulosa de estrellas musicales de ese incalificable documental titulado The Rolling Stones Rock and Roll Circus, o aquellos payasos de la tele que lograron matar a otros de carne y hueso. Ya no era necesario acudir a una carpa, ni percibir el olor de animales vivos, ni todo aquello que una vez fue mágico y pasó a ser cómico. O ridículo, en la mayoría de los casos. Todos tenemos lo nuestro con este poderoso símbolo que habita en la carpa bicolor, bajo la que mostramos cada pasión al ritmo nervioso de una orquesta de borrachines con uniformes gastados mientras una niña triste espera que finalice el desfile de lentejuelas y animales adornados. Tal vez sea esa la experiencia más común; aunque ahora resulta complejo explicar un espectáculo tan híbrido y contaminado.
Después de muchos años he vuelto a pisar uno. Los circos actuales están más ocupados en demostrar que tratan bien a sus animales, obtener solares en los que instalarse a un precio más ventajoso o en lograr una publicidad más efectiva. Aunque, por suerte, no es sólo eso. Pienso, ahora que lo conozco bien, que algo de verdad queda en el fondo y que, a fin de cuentas, aquí hay muchas personas que se ganan la vida de una forma hermosa y divertida. Me he dado cuenta, antes de enroscar el objetivo en el cuerpo de la cámara, de que he de afrontar como fotógrafo la vida de Jimmy Brown que no tuve como niño, el amor de Marion que no tuve como adulto, la feliciad de Jof y Mia que eché de menos tantos años, y que va a ser un reto difícil. De modo que tomo aire, cierro los ojos y espero a que se desvanezcan las luces. Tengo suerte y, en medio de la amable gente del Circo Americano, puedo cumplir mi sueño de acariciar un rinoceronte. Me siento viajando en el tiempo y vuelvo a ser aquel niño que un día se subió a un carromato imaginario.
Una respuesta a «La piel del rinoceronte»
Fantástico trabajo.
Conviertes el lenguaje en un sin fin de imágenes evocadoras y las imágenes no necesitan de palabras para describir sin hablar, una interesante historia en cada una de ellas.